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El último regalo

Por Cecilia Ramírez

Fue el 14 de enero de hace ya algunos años, yo tenía poco de haber regresado de Holanda por una situación que me tenía con el corazón en la mano. Fue un retorno abrupto, pues volví para acompañar a un gran amigo —estoy segura de que nos enamoramos en vidas pasadas—, creo que, en el viaje más largo de toda su vida, lo hice por querer tomar su mano, aunque de poco sirviera. Lo volvería a hacer mil veces más.

¿Han escuchado el tango de Astor Piazzolla?, aquel que comienza con una alegre —y podría ser que hasta traviesa— melodía, continúa con notas nostálgicas al sonido de los violines y los violonchelos, sigue con el toque de nostalgia pero con una pizca de notas alegres dirigidas por el piano y el acordeón; bueno no quiero aburrir con mi ignorancia musical, pero es un tema que, al parecer, tiene poderes sobrenaturales y te hace recordar algo tan bueno y feliz, y luego te lleva, de un segundo a otro, a lo triste sobremanera, pero alegre con sonrisa y nostálgico lagrimoso. Todo ese cúmulo en una sola canción, en un solo tango.

El 14 de enero yo me disponía a comer, cuando timbró el teléfono, fue lo peor que pudo haber pasado. Respondí y una voz temblorosa y quejosa apenas pudo informarme que debía ponerme en marcha a la casa de la que tenía los recuerdos más maravillosos de mi infancia. Susana y yo, nerviosas, nos encaminamos, no tardamos en llegar y aquella morada tenía un ambiente irremediablemente triste, fuimos de las primeras en arribar. El viejo estaba mal.

Luego de un par de horas, las cosas no parecían mejorar, pero el viejo, mi querido viejo, era un roble inquebrantable, su grandeza y su fortaleza no eran solo físicas, ya los traía en el alma y en el corazón. Aun cuando su cuerpo, lleno de pliegues y pecas por los años, estaba cansado y débil, mi viejito insistía, terco y obstinado, en levantarse; al único a quien hacía caso era al doctor.

Los minutos pasaron, Don Gilberto luchaba y se envalentonaba invocando al Dios que siempre lo acompañó. Era mi turno de tomar su mano e insistirle en que no debía levantarse. Entre los rezos y la ingenuidad que me hacía incrédula de que algo malo pasara, pasó. Nos echó una mirada a Susana y a mí, nos dio un par de palabras y, luego, nos hizo un gran obsequio, nos regaló su último suspiro. Tuvimos el gran honor de recibirlo.

Así que sospecho que el viejo de mi amigo y mi abuelo pusieron en marcha su último viaje, así, acompañándose el uno al otro y resguardados por todos los recuerdos de los quienes los amamos. Felices.

 Y así, con el corazón en la mano, yo escucho «Adiós nonino» (Adiós abuelito) mientras les obsequio a mis queridos andantes unas lágrimas y les regalo a ustedes estas palabras invitándolos a recordar lo mejor de sus vidas: sus seres queridos.