La noche del 10 de mayo del 2017 quedará registrada como la noche en que el estadio Vicente Calderón se despidió de las competiciones europeas. La fecha será, en unos años, motivo de nostalgia y dolor. Y si hablamos de dolor la afición colchonera es especialista en palpar este sentimiento, es una afición con un alto grado de masoquismo. Como escribió Joaquín Sabina –uno de los atléticos más ilustres– en el himno del Centenario del club: «Qué manera de soñar/Qué manera de aprender/Qué manera de sufrir».
Porque el Atlético no es un equipo propiamente ganador: diez títulos de liga, dos Europa League y cinco copas del Rey son lo más destacado. Y si se compara con los galardones de «merengues y marrones» –como les dice Sabina en el himno a Real y Barcelona– se quedan cortos. La fuente del dios Neptuno –como los romanos conocen a Poseidón– es donde la afición rojiblanca celebra sus contados logros. Ser del Atleti significa estar consciente de que se va a padecer más de lo que se va a gozar. Porque incluso ganando se va a padecer.
Y la despedida europea del inmueble que se encuentra a un costado del Rio Manzanares fue el ejemplo perfecto. No podía tener un mejor contrario: el Real Madrid. El eterno rival, el vecino incómodo y arrogante, ese que presume sus millones contratando a los mejores jugadores del mundo. El mismo que los nombró «colchoneros» de forma despectiva, porque en algún momento los colchones de los hoteles de la ciudad eran rojiblancos, los colores del Atlético. A la postre los atléticos adoptaron el mote con orgullo.
El escenario para el partido de despedida europea parecía catastrófico pero ideal a la vez: remontar un 3-0 en «semis» de Champions. La ilusión atlética estaba más sustentada en el corazón que en la razón. Porque, aunque le duela a los «colchoneros», el vecino incómodo está hecho para esta competición: tiene 11 títulos, y los últimos dos se los ha ganado al Atleti.
Un inicio con dos goles de los locales pintaba un panorama esperanzador, pero a punto de terminar el primer tiempo cayó el gol «merengue» que arrancó la ilusión de tajo. Cuando cayó esa anotación todos los rojiblancos sabían que la hazaña no se consumaría. Sólo quedaba demostrar el orgullo y amor propio durante los agónicos y dolorosos minutos que le quedaban al partido.
Ahí fue donde la afición colchonera comenzó a sufrir como acostumbra. Pero no por eso dejó de apoyar a los suyos, como si se estuviera ganado. Se es del Atlético por tradición familiar, porque el padre se lo inculcó al hijo, así como a él su padre se lo enseñó. Como dice el himno de Sabina: «Para entender lo que pasa hay que haber llorado dentro del Calderón que es mi casa/O del Metropolitano –antiguo estadio del club– donde lloraba mi abuelo con mi papá de la mano».
Como el futbol es un deporte que se rige por emociones más que por cualquier otro sentimiento, y porque el caprichoso romanticismo quiso presentarse a esta histórica cita rojiblanca con el dolor, a unos minutos del final del juego empezó a caer una lluvia torrencial. No se sabe si eran un simbolismo de las lágrimas de todos los atléticos en el cielo y en la tierra, de cada butaca, entrada, palco y rincón del Calderón; o si se trataba del agua que mandaba el dios Neptuno como muestra de solidaridad con sus hijos caídos. Llanto y lluvia se fundieron en uno solo para crear una escena colosal pero cotidiana: el Atlético sufría como siempre.
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