Por Cecilia Ramírez

Hace unos años, cinco o seis, tal vez, yo me encontraba trabajando en la hermosísima Biblioteca Nacional (disculpen el comercial, pero, si no la conocen, es imperativo que vayan; es majestuosa) e inesperadamente recibí un mensaje de un muy querido amigo ―viejo amor, pero más y mejor querido amigo― invitándome a un concierto de Natalia L.

La verdad es que yo no era fan, en lo absoluto, si acaso la recordaba por mis épocas de preadolescente con su rola «En el 2000». No tenía muchas ganas y respondí el mensaje con: «invita a alguien más y, si nadie puede, pues ya voy yo»; a lo que mi querido respondió: «solo te voy a invitar a ti y, si no vas tú, nadie más me acompañará». Me mató esa respuesta y terminé yendo cansada, pero gustosa.

Nos vimos a las afueras del metro Coyoacán. Por supuesto que llegué tarde y, despistada, no lograba verlo, aunque la troca estaba enfrente de mí. Llegamos al lugar, no recuerdo el nombre, pero sí que era muy cuqui, nos echamos un ron con cola en el lobby y nos pusimos a andar a nuestros respectivos lugares.

Me parece que los asientos se ubicaban en un palco, se veía bien, se escuchaba mejor y yo asomaba mi cabecita y recargaba mis brazos en lo que recuerdo era el barandal. El maestro Armando Manzanero fue el presentador de esa noche y dio la bienvenida a Natalia y a otros dos talentosos cantantes.

La gente vitoreaba a la mexicana y ella correspondía a su público, preguntando qué canciones querían escuchar y las concedía; habían pasado ya unos minutos y varias canciones cuando, de pronto, se oyeron varias voces que pedían «Hasta la raíz», ella aceptó y todos, incluyendo a mi amigo, aplaudieron enérgicamente la elección, en seguida yo pregunté si era buena, mi compañero respondió que mucho. Mientras ella comenzaba yo pedía otro ron, empezó a cantar y me atrapó, sin embargo, mis ganas de ir al sanitario (como siempre) arruinaban el momento. Cada estrofa me parecía de mayor genialidad que la anterior y así sucesivamente hasta que terminó y yo salí corriendo como por décima vez al baño (aquellos que me conocen saben que bebo una y orino cinco). Así fue transcurriendo la noche, el concierto y mis tragos.

En ese momento no me di cuenta y no aprecié el regalo que mi amigo me estaba entregando, me estaba compartiendo su sentir y música bella que yo desconocía, me obsequiaba una noche mágica mientras yo me dedicaba a pedir ron con cola. Llevo esa noche hasta la raíz, mi querido.

Así pues, llegamos al abrupto final, (porque el resto de la noche no logro recordar y porque lo verdaderamente importante ya se plasmó) no sin antes recomendar que echen un vistazo a esos regalos que la vida y las personas a nuestro alrededor nos conceden y que, a veces, no logramos discernir por la cotidianeidad y el hartazgo del ir y venir diario; y, por otro lado, los exhorto a que cierren los ojos y escuchen con atención la letra, disfruten la sublime música y me echen una sonrisa desde donde estén. Les deseo muchas experiencias que no solo alimenten, sino que engorden su alma y corazón.