Por Cecilia Ramírez
No se vayan a reír, pero justo cuando terminé satisfactoriamente mi niñez y comencé la pubertad, como a eso de los dulces 16 (sí, porque fui lenta para todo, hasta para crecer), me percaté —o al menos esa fue mi percepción— de que en este mundo solo había tres tipos de mujeres: las bonitas, las inteligentes y las tremendamente afortunadas pues gozan de las dos características anteriores.
Por supuesto, yo no era de las primeras, pues, como ya mencioné, mis retrasos incluyendo el biológico me descartaron casi de inmediato, aunado a que usaba los típicos brackets ―tipo Bety la fea― gracias a una dentadura desafortunada, y tenía complejo de simio, en primer lugar, por el bigote y las patillas prominentes, por mis brazos y hasta mis cachetes que venían indiscriminadamente adornados por vellosidad.
En la segunda categoría tampoco figuraba mi nombre, puesto que, a decir verdad, nunca fui muy brillante, no sé en qué ocupaba mi cabeza, pero en los estudios, no; soy la morra que, en su examen de latín, respondió en griego, y además, mal; soy la que prefería remarcar la fecha hasta arriba de las hojas de sus cuadernos con garigoleos y sombras antes que poner atención al maestro; soy así, distraída, dispersa. «Que vive en otro mundo» era la queja recurrente del profesorado y mi predilecta. Y bueno, por descarte y sentido común, no pertenecía al grupo limitado de la tercera clasificación.
A esa edad, dicen los expertos, es de suma importancia contar con un sentido de pertenencia, ubicarse en el mundo, empezar a definir los roles, tu papel en esta vida, y si yo no encajaba en las únicas tres clasificaciones, entonces ¿qué carajos hacía en este mundo?, ¿a qué había venido? (supongo que es normal la crisis existencial a esa edad). Es relevante aclarar, no era ni emo ni darks, más bien era del tipo imperceptible, invisible y eso; el bajo perfil me ayudaba a no tener que lidiar con el mundo y sus adolescentes despiadados y urgidos por interacciones íntimas con las chicas desarrolladas y lindas, movidos por la descarga de hormonas. Gracias al cielo, tuve una pubertad y primera adolescencia, sin experiencias turbias, solo éramos mis escritos ñoños, las fritangas y yo.
Inevitablemente pasé a la juventud y seguí teniendo en mi cabeza la misma clasificación femenina, solo que ahora ya conocía el rastrillo, la cera, el maquillaje y la prenda de tortura llamada brasier, bueno, todos los elementos para ser «más femenina» son un martirio ―inserte aquí el meme change my mind― y mi cuerpo logró desarrollarse, no obstante mis suplicas, así que, si bien seguía sin pertenecer a la primera clasificación, al menos ya no era Bety; por otro lado, en mi clase de álgebra, con ayuda de mi libro Baldor (¿les dolió el estómago?), conocí a Hipatia, filósofa, maestra, matemática; en clase de literatura, descubrí a Safo, la primera poeta feminista que, desafortunadamente, no cuenta con uno solo de sus poemas íntegro; en química leí las aportaciones y la biografía de Curie; en historia me topé con Olimpia, en fin, todas ellas destacadas por su inteligencia, por su belleza o ambas… Pero a Hipatia la asesinaron brutalmente, a Safo la siguen tildando de feminazi (inserte aquí ojos torcidos), a Curie ya sabemos qué le sucedió, si buscas a Olimpia verás que lo primero que dice es: «madre de Alejandro Magno», aun cuando reinó Macedonia.
Lo que intento decir es que las clasificaciones y limitaciones solo sirven para frustrarnos y para generarnos estrés, total y absolutamente innecesario. No pretendo expresar que sea cual sea nuestro camino, el destino será negativo o atroz, sino que vivamos sin tanto complejo y presión por ser esto o por ser aquello, o por hacer intentos infructíferos de encajar y cubrir con estándares en los que no dimos nuestra opinión o aprobación, en los que no tuvimos la mínima injerencia. Siempre habrá gente a quien no le embone ningún (inserte aquí la última palabra conforme a la expresión coloquial chilanga), siempre, por los siglos de los siglos, y debemos aprender a no permitir que esos prejuicios nos afecten. Deshagámonos de las ataduras sociales, que hay cantidad infinita de opciones para elegir: puedes ser una «cumbiera intelectual» como dice Kevin Johansen, una desgreñada preciosa, inteligente y seductora, darks y alegre, yo qué sé, las combinaciones son a la n potencia. Pero siempre teniendo en cuenta el respeto por nosotras mismas, empatía para con los demás y sobretodo amor y aceptación propios, por lo demás, que el mundo explote en confeti.