Imagen de: soycarmin.com

Por Cecilia Ramírez

Les ha pasado que tienen una retrospección y piensan: «pero ¡qué tonta fui!». Me puse el vestido floreado que tanto odiaba, porque a él le gustaba; me hice flequillo, porque a él le pareció atractivo en una chica, pero no le agradó cómo lucía en mí; dejé que las opiniones de sus idiotas amigos sobre mí, me afectaran; me aprendí la alineación de su equipo favorito para que él quisiera hablar más conmigo; hice esto, no hice aquello y un montón de etcéteras.

De pronto, vienen a tu cabeza una y mil cosas de las que, tal vez no te arrepientas, porque al final de cuentas, sirvieron para aprender: qué era lo que jamás volverías a tolerar, a qué decidiste ―a partir de ese momento― no exponerte de nuevo o qué medidas tomar para no tener una situación similar. Las malas experiencias casi siempre dejan algún aprendizaje.

Hace tiempo, platicando con una amiga, me contó que su ex la había buscado ―clásico―, luego de seis años de haber terminado. Después de una relación de otros seis años, aceptó volver a verlo, yo no sabía muy bien qué decir o cómo reaccionar, así que mejor no pronuncié palabra, y en realidad no hizo falta porque, el resto de la noche, ella habló y habló, no de lo emocionada que estaba por volverlo a ver, ni tampoco de sus expectativas y, mucho menos, de sus gratos recuerdos. No. A ella se le agotaba la saliva, cada tanto, contando cómo aquel individuo la quería cambiar, que si no tenía las uñas pintadas y estilizadas como él quería, el cabello del largo y el color que él creía conveniente, tallas, medidas y poses «felices» en las fotografías; y bueno se consumían los minutos expresando lo infeliz que había sido con aquel sujeto, porque por más que ella se esforzara y diera un 150 por ciento, parecía que la prioridad nunca había sido ella, pues el tiempo que él le «dedicaba» (como quien le dedica 10 minutos a la lectura, o media hora de paseo a su mascota, o una hora y media al gimnasio) a ella era mínimo y de a «contentillo».

Aunque mi amiga no lo hiciera explícito, todo el tiempo me decía ―con ojos brillosos y manos temblorosas― que se había sentido muy sola, aun estando con él; además, era evidente que no se aceptaba ella misma y, por ende, tenía una autoestima al nivel de Perséfone (la diosa del inframundo). Para mí era claro que, verse de nuevo, era un error monumental.

El tiempo pasó y ellos salieron, y, al parecer, el chico había cambiado y se mostraba arrepentido. Por lo que ella me contaba, este había madurado y se mostraba dispuesto a complacerla y tener la paciencia hasta el cielo para con ella, con tal de que lo perdonara y aceptara de nuevo. «Y vuelve con la cola entre las patas».

A pesar del cambio demostrado hasta el cansancio, ella no pudo olvidar todos los malos ratos y los pequeños detalles del patán arrepentido; pero lo que noté ―luego de muchos relatos que mi amiga me contó llenos de reproches que ella tenía para él― fue que, los reclamos para él estaban en segundo plano. No es que ella no pudiera perdonar al tipo, sino que no se podía perdonar a ella misma, no podía perdonarse el haber permitido que la maltrataran, no lograba perdonarse sus rebuscadas justificaciones de la violencia y el haberla confundido con amor paciente; no se podía perdonar lo poco que se quiso a ella misma.

Porque hay miles y miles de culpas que venimos cargando desde siglos atrás. Que si nos engañan es porque no les pusimos suficiente atención por estar en la escuela; que si nos dejan es porque no tenemos un título universitario y no estamos a su nivel «intelectual»; que si nos maltratan, la culpa es de ―adivinen―, ¡claro!, también es de nosotras.

Es momento de perdonarnos a nosotras mismas y dejar de cargar culpas y aligerar nuestro andar.

Perdona lo mala que fuiste contigo misma. Perdónate. Recupérate. Y continúa.