Foto: independent.co.uk

Por Cecilia Ramírez

Hace unos días me encontraba sumergida en las bellas aguas de Facebook, o sea, procrastinando, y me topé con un artículo ―honestamente de una página de dudosa confiabilidad― que decía que un «estudio» realizado por eruditos de la universidad de Essex, Reino Unido y Viena, Austria demostraba que, con base en 19 mil matrimonios, la tecnología y las aplicaciones de citas habían generado éxito en sus relaciones interpersonales y por ende en uniones maritales sanas y funcionales. ¿Cómo es eso posible si tienen tan mala fama esas aplicaciones del demonio?

Teniendo la teoría del mencionado artículo, me dispuse a ir a una fiesta (meramente con fines de investigación) y comprobar lo que aquellos estudiosos habían afirmado ―o al menos lo que la página de Facebook había dicho que los expertos habían dicho―. La práctica era un festejo cumpleañero de la compañera de trabajo de una amiga; yo, como buena colada, no conocería a nadie y podría tener una perspectiva objetiva en un ambiente que no era el mío.

Llegamos a una de las calles de la colonia Obrera (porque yo creo fielmente en el bonito dicho: entre más corriente, más ambiente) donde la amiga de mi amiga ya nos esperaba, nos dio la bienvenida y nos ofreció un amplio repertorio de botanas y bebidas; nosotras, tímidas, pero siempre sonrientes, nos fuimos a sentar a un rincón cerca del baño (qué mejor lugar para mi estudio que ése, porque no hay reacciones y expresiones faciales más honestas y genuinas que las impulsadas por una vejiga a punto de reventar gracias a la cerveza); los primeros 10 minutos definieron casi el resto de la noche: alrededor de 30 personas, la mitad viendo el celular, la otra mitad comiendo chetos mientras veía la pantalla del sonidero, los esfuerzos de la anfitriona para que sus invitados tuvieran mayor interacción eran los más simpáticos, con presentaciones del tipo: «hola, les presento a unos amigos y otros amigos», con continuos «¡salud!» por aquí y por allá y con «allá hay zanahorias y jícamas, por si gustan».

El mérito lo tiene, no hay mejor anfitriona que ella, sin embargo, fueron malogrados sus esfuerzos, puesto que los asistentes fuimos reacios a encontrarnos con miradas de desconocidos y a abrir conversación con las personas de al lado. Entonces, llegó la salsa, bendito género musical que ayudas a los seres humanos a tener socialización. Noté un cambio en la interacción, había pista llena y un desconocido sacó a bailar a mi amiga, finalmente, había pláticas, superficiales, pero al fin pláticas. Desafortunadamente el «dj» no era muy habilidoso y arruinó más de una vez sus exitosas pistas llenas, en cuanto eso pasaba, todo regresaba a la normalidad: una mitad al celular (incluyéndome) y otra mitad a seguir comiendo (también me incluyo).

Con la teoría y la práctica ―y no obstante la fuente no es la más seria― creí en el artículo que en días pasados había leído: la interacción cara a cara se está volviendo obsoleta y las apps están tomando un rol importante si de socializar se trata. Y no es que me parezca mal, al contrario, soy cliente frecuente de Tinder, y es justo de ahí, de donde he sacado un par de mejores amigos y es también ahí donde he sacado mis mejores chistes y mis habilidades conversacionales acrecientan. Si bien no he tenido una relación fructífera a través de las apps, no culpo a los tinderianos ni a la tecnología, porque, en realidad, no he tenido una relación exitosa ni en la vida real, ni en China, ni en alguno de los universos de Thanos.

Lo que concluyo del profundísimo estudio que realicé es que, sea a través de pantallas o cara a cara, debemos esforzarnos un poco más para tener relaciones sociales sanas y fuertes; los tiempos cambian, es verdad, pero tampoco podemos arrinconarnos y negarnos la oportunidad de interactuar con personas que, probablemente, aporten algo positivo a nuestra vida.