(Anécdota menos intensa que su título)
Por Cecilia Ramírez
Si mi memoria no me falla, fue hace tres años que, estando en el gimnasio, lo vi por primera vez. ¿Les ha pasado que van echando un vistazo superficialmente a su alrededor y, de repente, posan los ojos en alguien y no pueden dejar de mirar, por más que en su cabeza hay una voz gritando desesperadamente que dejen de hacerlo? Bueno, pues así me pasó con él, no pude dejar de verlo y yo ya sentía que las autoridades venían por mí, por haberlo acosado y, aún más, cuando él ya se había percatado mientras yo continuaba sin poder quitarle los ojos de encima.
La voz en mi cabeza fue llamándome la atención gradualmente: «Cecilia, basta, ya se dio cuenta, deja de mirarlo…», «Cecilia, en serio, va a llamar a la policía…», «¡Cecilia, parpadeaaa!».
En cuanto mi cuerpo reaccionó, mis ojos giraron a ver el techo, como si de verdad estuviera en un pensamiento profundo, entrecerrando los ojos y tocando mi barbilla logré disimular… bueno, no, pero cualquier cosa era mejor que seguir viéndolo.
Luego del momento más vergonzoso del mes, me fui corriendo a encontrar a una prima que estaba en el área de cardio, le conté ―con mi cara color rojo acme y mi vena de la frente delatora saltada― lo que acababa de ocurrir y lo cerca que estuve de que me llevarán a prisión o algo peor. Pasaron unos 30 minutos y casi olvidado el asunto, mi prima y yo nos disponíamos a salir de ese lugar e ir a cenar unos suculentos tacos, bajamos las escaleras y justo nos topamos con aquel hombre que, minutos antes, había sido acosado por mí, así que el escarlata volvió a adornar mi cara redonda, sólo que en esta ocasión bajé casi de inmediato la mirada, por su propia seguridad y esperando que eso me hiciera invisible. No sucedió. Cuando terminé de bajar el último escalón, no aguanté más y mis ojos buscaron los de él y ―en el golpe más suertudo que pude tener―las miradas se encontraron y en seguida noté que había una curva en la parte inferior de su rostro, la curva más hermosa que había visto jamás. El mundo explotó en brillantina rosa. Estaba en trance, hasta que las risitas nerviosas de mi adorada prima me despertaron justo a tiempo, centímetros antes de que chocara con un pilar. A partir de ese momento, el chico me saludaba y gentilmente me preguntaba cómo estaba, la dinámica se volvió una constante pero no por eso menos emocionante; mi parte favorita de esos 20 segundos de interacción era cuando se acercaba y me dejaba oler su loción al tiempo en que su barba rozaba mi cachete siempre en tonalidades rojizas. Luego cambié de horario y dejé de verlo.
La siguiente vez que coincidimos, él llevó a su novia a ejercitarse y bueno, yo me conformaba con percibir el aroma que iba regando por donde caminaba y con una que otra fantasía donde yo era la protagonista de una comedia romántica y la última escena dejaba ver sus brazos musculosos y tatuados envolviéndome para luego dar paso a los créditos finales.
Lejos de la fantasía, hace poco lo volví a ver en la recepción del gimnasio al que le entregamos nuestra gordura fielmente desde hace ya varios años; lo vi, me volvió a gustar; me dijo hola, me volvió a gustar por su voz; me preguntó ¿cómo estás?, y me volvió a gustar por su gentileza; me dio un beso en el cachete y me volvió a gustar porque sigue usando la misma loción que hipnotiza; pasó de largo y me volvió a gustar porque ya lo imaginé todo guapo en un traje negro en nuestra ceremonia de bodas… ¿demasiado?
Estaba yo entrenando ―sudando la gota gorda de los tamales que había desayunado―con audífonos, pero sin música, pues, para poder escuchar lo que él decía, porque básicamente soy chismosa y porque todos lo han hecho en algún momento, sólo que yo ya superé el pudor y, a diferencia de ustedes, lo publico en un sitio web. El punto es que alcancé a escuchar que es tremendamente feliz con su pareja e hijo y que se iba a tomar su proteína preentreno.
Lo siguiente que hice fue poner música (específicamente la canción «Eye of the tiger», por aquello de la motivación) y seguir con el «arduo» entrenamiento y pensar con una sonrisa que en algún lugar del infinito se guardan experiencias, anécdotas, aprendizajes y todo aquello de carácter digno de recordar, de ser memorable; las personas que inspiran a escribir o las que provocan la sonrisa de una boda imaginaria merecen tener un digno lugar en el infinito de la memoria.