Edgardo Velázquez López
Viajar a la sierra poblana lo alimentó de fuerza y valor para enfrentar el férreo embate que, meses antes, la vida le asestó ahogándolo en la más árida de las tristezas; dolor semejante a una vieja quemadura que, cuando pequeño, se hizo accidentalmente al tocar sosa cáustica.
El 29 de mayo de 2016, aceptó la invitación de su hermano, para viajar hasta la lejana Zihuateutla (Mujer Gobernadora, en náhuatl), pequeña ciudad escondida en el pulmón norte de Puebla, donde las tierras son aderezadas por arroyos, cascadas, veredas y lomitas adornadas con árboles frutales y coloradas matas de café.
Difícil fue para él disimular el sentimiento que, con tanta fuerza, meneaba su corazón, al saber que luego de diez polvorosos años, sus pulmones se llenarían nuevamente con el viento que baila en el estado que hace 27 años lo vio nacer.
Así, el sábado 4 de junio, con una cruda etílica, que en lo absoluto superaría la emoción por el viaje, él y su hermano comenzaron su recorrido desde Ecatepec, abordando un autobús en la carretera México-Pachuca. Marcaron en Google Maps el lugar que tendrían por primera parada: Xicotepec de Juárez, ciudad poblana llena de flores y abejorros, fundada en 1570.
Al dejar atrás los límites del Estado de México, se introdujeron de lleno en la ciudad de Tulancingo, Hidalgo, donde iniciaron una extensa y detallada plática sobre los recuerdos más gratos que la vida en Puebla les obsequió durante su infancia, pues ahí probaron las nieves de zarzamora, disfrutaron con aguas de maracuyá y jobito (ciruela silvestre), además conocieron el sabor único que la ligera pomarrosa regala al paladar.
Los hermanos rememoraban esos tiempos cuando jugaban en la calle con sus amigos hasta casi las diez de la noche, jornadas que concluían cuando en grupo contaban toda clase de horrendas historias sobre nahuales, brujas, duendes y demás leyendas que allá se cuentan.
Mientras dejaban atrás las decenas de negocios, que a pie de carretera, incitan a pausar el viaje y disfrutar de una barbacoa o conejos a la parrilla, él contó su más preciada experiencia: aquellas mañanas de 1995 en la finca «Pilar», cuando al desayunar saboreaba ese rico café de Puebla, acompañado del pan que su mamá endulzaba con la más deliciosa miel silvestre que en su vida había probado. El simple recuerdo de aquél vapor emergiendo en la taza de peltre, lo arrastró de nuevo a su infancia.
Al volver a la realidad, el autobús arribó a la zona de gigantescos árboles e impactantes depresiones con follaje oscuro, ahí sintieron cómo la temperatura descendió y a lo alto observaron densas ondas de niebla que, sin éxito, intentan cubrir el más azul de los cielos; además, el cantar de los papanes no dejó lugar para las dudas: habían entrado a Puebla…
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