La historia cliché en el aeropuerto (parte 1)

 

Por: Cecilia Ramírez

Parecerá una historia repetida hasta la saciedad. Es un cliché. Pero los encuentros fortuitos en el aeropuerto, sí existen.

Soy una chica no tan joven, es decir, me siento de 20 pero la realidad es que ya voy por los 30, soltera, y como se han de imaginar, las reglas sociales y una madre impaciente de nietos me empujan constantemente hacia la calma y la estabilidad amorosa. Pero no, no o, yo no me muevo ni un centímetro hacia allá. Hace algunos años estudié letras y justo ahora ando vagando por el universo sin saber muy bien qué hacer con mi profesión y, claro, vagando en un sentido casi literal, es decir soy cuasi una vagabunda sin muchos recursos y laboro como freelance, o sea, es lo mismo decir que no tengo trabajo. Bajo estas circunstancias ustedes se preguntarán, ¿cómo es que alguien como yo anda en el aeropuerto? Y no, no soy una caza pilotos en espera del príncipe azul que la lleve a París a cenar en su propio avión. Eso ya lo superé hace unos 25 o 29 años.

La verdad es que a veces, no siempre, se me da el don de la palabra, y en una de esas afortunadas ocasiones, conocí a un chico, bastante simpático, salimos un par de semanas y él tuvo que irse del país por su traba

jo (¡epa! Que los escojo bien eh). Un año y un mes transcurrieron desde su partida y él regresaría a México pero no a mi ciudad, así que para volver a vernos tuve que comprar un boleto de avión (por cierto el más barato y sin registrar equipaje, no me juzguen de tacaña, una tiene que ingeniárselas) y depilarme con cera todo el cuerpo porque estaría cuatro días en la playa con él y no podía haber un mínimo atisbo velludo.

Llegó el día de mi viaje y yo iba dispuesta a triunfar con una blusa color hueso y pronunciados escotes en espalda y pecho, un pantalón ajustado, maquillaje moderado y los labios hinchados, síntoma de mi histeria al mordérmelos cada cinco segundos. Me encontraba yo, muy sentada, leyendo un libro, haciéndome de lo más interesante en la sala de espera, a punto de abordar mi avión. Mi sección, la última, fue llamada para el abordaje y me levanté del asiento lo más chic que pude, con bolsa de mano, celular, libro, pase e identificación en la otra. Llevaba la cara de seria, por si lo del libro no funcionaba para hacerme la interesante. Me formé en la fila adecuada y una voz que provenía de unos pasos detrás preguntó si esa era la fila para el mismo destino que el mío. Yo, por supuesto, en pose de chica, no logradamente chic, apenas viré mi cabeza, para responder, con una sonrisa falsa, que sí, esa era la fila a Puerto Vallarta. Por el rabillo del ojo pude ver que era un chico bien parecido, ojos grandes y verdes, con voz agradable y acento cubano (según yo), lo que le daba 100 puntos extra. Sin más, me encontraba en busca del número de asiento, como era de esperarse mi equipaje no cabría puesto que casi todo el maletero estaba lleno, así que me paré en seco y busqué la ayuda de una sobrecargo para subir mi valija unos lugares adelante del mío. Antes de que la azafata pudiera llegar conmigo, el chico simpático que venía atrás de mí, me dijo que él me ayudaría a subir mi maleta, así lo hizo, le agradecí y continué con mi camino.