La educación en México, desde su nivel básico, supone los estudios literarios como imprescindibles en las aulas; no obstante, tiene el pequeño defecto de considerar sólo lo que, desde el punto de vista occidental.

«Si tienes hijos, llévalos contigo, cárgalos a la espalda: modelen el barro, muelan el maíz, cultiven la tierra, corten la leña… para que vean, aprendan y hagan todo lo que tú sabes» (Avilés Cortés, 2007, p. 113).

De pequeña, mi madre solía advertirme cuando llovía, que si me tocaba el cabello frente a la ventana, un rayo podría fulminarme; en aquel entonces, aquella idea me parecía tan terrorífica que jamás intenté desafiar sus palabras; luego crecí, y así como la geografía del pueblo donde vivo cambió las faldas del cerro por concreto, las tiendas por oxxos y las pulquerías por bares; yo, olvidé ese consejo hasta que el azar o el destino puso en mis manos el libro de Alberto Avilés Cortés, Levantando sombras (2007).

La educación en México, desde su nivel básico, supone los estudios literarios como imprescindibles en las aulas; no obstante, tiene el pequeño defecto de considerar sólo lo que, desde el punto de vista occidental, es respetado como literatura, por tal motivo, salimos de la secundaria o el bachillerato recordando, en mayor o menor medida ―dependiendo de nuestro gusto y atención a la materia―, a autores europeos como Edgar Allan Poe o a los vanguardistas de América Latina como a Borges, pero desconocemos e ignoramos a los prehispánicos o a los que rescatan toda la tradición literaria indígena, que en algún momento discriminamos al comprenderla como simple folclor, a pesar de que está tan presente en nuestro ser.

Alberto Avilés Cortés, autor del libro Levantando sombras, es oriundo de Hidalgo, del municipio de San Salvador, por ello, quizá motivado por sus estudios en Antropología social, se ha dedicado a plasmar en sus diversos libros la cosmovisión de las comunidades que forman parte de su entidad, donde convergen diversas culturas con raíces prehispánicas, como los hñähñú, los yuhu, los tepehuas y los nahuas.

Además de difundir las expresiones culturales de su demarcación a través de libros como Pinturas Rupestres de Tezoquipan, Los huemas y otras historias del Mezquital, entre otros, siembra el conocimiento de la región con su labor como promotor cultural y como conductor de un programa del Centro Estatal de Lenguas y Culturas Indígenas.

Levantando sombras es un libro que recopila en sus 129 páginas, parte sustancial de la cultura que da vida al Valle del Mezquital, la cual el autor estructura en cuatro secciones, «El espíritu de las montañas», «El tenkahual», «La danza de la lumbre» y «Consejas».

En el «Espíritu de las montañas», viajamos a través de la identidad y de la importancia que tiene la naturaleza en el pensamiento de esta región; en el «Tenkahual», aprendemos sobre las medidas empleadas por los indígenas de la zona para la siembra, las festividades tradicionales y cíclicas que se relacionan con la fertilidad; en «La danza de la lumbre», percibimos lo referente al espanto, la muerte, las tradiciones arraigadas y se deja entrever una melancolía provocada por la pérdida de la identidad ante las costumbres traídas por la modernidad, como cambiar sombreros por gorras o que termine la tradición de lavar en el río por las lavadoras, lo que repercute en la convivencia comunal, pues las mujeres ya no necesitan salir de casa, ni convivir para realizar esta actividad; en «Consejas», conocemos algunas frases y creencias que se han pasado de generación en generación, como: «Cuando llueve y relampaguea, no es bueno que te agarres el cabello, porque puede caerte un rayo» (Avilés Cortés, 2007, p. 116).

En Levantando sombras, desde el prólogo, Veronica Kugel (Hmunts’a Hemi) hace énfasis en la labor de Alberto Avilés, no como escritor, sino como recopilador y escucha de múltiples historias que acontecen en el valle y forjan la identidad de sus pobladores.

Por tal motivo, no es práctico determinar qué tipo de narrador relata cada una de las historias o mitos que encontramos en el libro, pues como Avilés cuenta tanto sucesos que ha vivido, como acontecimientos y creencias que le han contado, el narrador puede ser extradiegético, homodiegético y hasta autodiegético. Asimismo, muestra tanto una visión objetiva como subjetiva de los hechos narrados.

Lo anterior, hace que al leer el libro, nos sintamos como en aquellas ocasiones en las que nuestras abuelas nos contaban las historias más espeluznantes o divertidas de nuestra comunidad, como el Burro sin cabeza, que se aparecía por las noches en el pueblo de Santiago Zapotitlán, en Tláhuac y que mi misma bisabuela acarició.

En cuanto al estilo, Avilés escribe con un lenguaje sencillo, de fácil lectura y sin los tecnicismos que podrían obscurecer la comprensión de la obra, pues su intención no es una presunción literaria, sino que, en general, las personas tengan acceso a esta cosmovisión indígena del Valle del Mezquital.

Igualmente, el lenguaje que emplea el recopilador se combina con algunas palabras en lenguas indígenas, mismas que comprendemos al encontrar en la lectura su significado y que, además de mostrar la riqueza lingüística de la demarcación, exponen el sincretismo cultural que se gestó desde la época prehispánica.

El primer ejemplo de esto es la historia del «pájaro tutumixi», que es signo de buenas noticias y que, por su color (rojo), se ha emparentado con el diablo; y cuyo nombre proviene de una probable unión entre el náhuatl «tototl», que significa pájaro y el hñähñú «mixi», traducido al español como gato.

Asimismo, el Xantolo, la fiesta de los muertos y de San Miguel, simultánea a las festividades que realizaban para Tezcatlipoca, proviene de la palabra latina «sanctorum», lo que evidencia el encuentro entre el mundo indígena y el mundo español, cuyos evangelizadores se encargaron de dar nuevas interpretaciones a los ritos religiosos prehispánicos.

En cada una de sus páginas, Levantando sombras da una muestra de la identidad de las comunidades que convergen en este espacio geográfico, rodeado de montañas antiguas, sagradas y misteriosas; por lo que cada una de sus historias muestra una pequeña parte de la visión de la zona, como el mito cosmogónico del pulque, en el que interviene un tlacuache; la mariposa que da vida al arcoíris y a las tunas de múltiples sabores y colores, tan características del estado en tiempos de lluvia; las limpias y las creencias que permiten que los tamales queden perfectamente bien cocidos, y que algunos hemos experimentado en carne propia, sin conciencia plena de que son parte de un pasado que no lograron someter completamente a lo cristiano.

Desde mi punto de vista, lo único que me pareció brusco, pero necesario, fue la frase final, ya que hace referencia a un mal que sigue vigente en el pensamiento mexicano y que no es una particularidad de estos pueblos: el machismo.

Las últimas líneas dictan: «Si quieres saber si tu pretendida es virgen, sólo debes observarla al caminar; si camina sin mecer el cuerpo, y si tiene también las caderas estrechas, entonces no tienes de qué preocuparte».

Sin duda, esta idea, expresada en otras formas y actitudes, es parte de nuestra identidad como mexicanos, que a la fecha sigue cubierta con una neblina espesa que nos impide comprendernos y reconfigurarnos para crecer como comunidades.

Pero aunque la neblina sea antiquísima, el primer paso para despejarla será el conocimiento de todas las expresiones culturales urbanas e indígenas que nos conforman, pues sólo así nos daremos cuenta, como en La panza del Tepozteco (José Agustín, 2005), de todas las similitudes y pensamientos que compartimos, aunque la ciudad sea el escenario que nos haya visto crecer.

Referencias bibliográficas:

Mimí Kitamura

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