La oscuridad de la noche incita y la humedad de la lluvia prende. Es sábado y no pienso irme a dormir, menos porque estoy acompañado de esa mujer que tiene unos ojos que incitan más que la misma noche y una sonrisa que me prende más que las gotas enviadas por Tláloc y que caen sobre mi cabeza. Más que mi casa o la suya, nos espera una cama que no está en ningún hogar con familia dentro.
Así, tal y como lo habíamos pactado días antes, nos disponemos a tomar rumbo a ese lugar donde nos dejamos de sentir simples mortales. Es ese momento mágico y seductor en el que ella me hace sentir cómo el deseo carnal y el instinto salvaje más bajo pueden ser acompañados de ese sentimiento al que tanto le temía, pero que con ella he descubierto por completo. Con ella todo es distinto, su figura y el aura que la rodea me hipnotizan hasta caer rendido a sus antojos y placeres más escondidos.
Cruzamos la puerta del «recinto del placer» y, hasta atravesar la de la habitación, no lanzamos ni un monosílabo. Me encanta ese silencio. Ponemos un pie en ese espacio de cuatro por cuatro y la miro, lo hago con todo el deseo que me despierta y sé que ella me ve igual. Es como si viera reflejada en sus ojos la mirada lasciva que le regalo. También sé que en el fondo piensa lo mismo que mi cerebro perverso. Solo atinamos a decirnos dos frases cortas para empezar a convertirnos en inmortales.
La desvisto ―aunque ya lo había hecho con la mirada minutos antes― con la tranquilidad de un estratega, pero con la fuerza y determinación de un guerrero troyano. Ella hace lo mismo. Parece que al quitarnos las prendas bailamos un tango de Gardel, estamos tan acoplados para eso que me sorprende la perfección. Con la mirada le digo que se recueste, porque estoy a punto de ejercitar mi lengua para obtener ese excitante «jugo de Luna». Ése que me eriza el cabello y estremece toda mi alma.
Observo cómo tiembla, oigo cómo jadea y siento cómo sus manos se aferran a las mías suplicando en «silencio» que no me detenga, que su cuerpo experimenta sensaciones que ni los dioses han podido probar en su aburrida e insipiente vida eterna.
Es algo que siempre he disfrutado de la vida «común». Sé que es fugaz como esa estrella que observamos ella y yo por la ventana, fundidos en un abrazo con la piel como única ropa. Por eso aprovecho cada instante, sobre todo los que ella me regala con su presencia. Disfruto y atesoro cada mirada, cada sonrisa, cada beso, cada reclamo, cada orgasmo.
Por eso no le envidio nada a esos seres que ni se inmutan ante la muerte, pero que jamás disfrutarán del vértigo de poner su existencia en riesgo. Incluso, de vez en cuando me siento uno de ellos. Cada que ella me regala una noche como la de ese sábado me siento tan fuerte y poderoso como Tláloc, Poseidón o Ganesha.
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