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Por Mimí Kitamura

La Navidad es mítica y, en la actualidad, no hay nada más característico de la mitología que lo intangible.  

Lo intangible que también es etéreo, incorpóreo y que, en pleno siglo XXI, es fiel acompañante de la incomprensión y la superficialidad de los rituales que ya no buscan el equilibrio espiritual o la penitencia ante la multiplicidad de los pecados, sino que se orillan a la conveniencia establecida en términos del progreso material.

En otras palabras, imaginario lector, la Navidad desde hace años ya no cumple con sus significaciones religiosas, se ha dejado seducir por el discurso mercantil del modelo económico que manipula nuestros sentidos.

Igual que aquella nínfula descrita por Vladimir Nabokov en Lolita, que presa de la orfandad, de la promiscuidad y de su escasez monetaria se ve inmersa en un viaje a lado del cuarentón Humbert Humbert, quien, a cambio de los placeres que sólo una adolescente puede provocarle, está dispuesto a cumplirle sus caprichos y a gastar cantidades exorbitantes de dinero en objetos innecesarios y desechables (¡bienaventurado!, estado de bienestar).

Así vivimos la Navidad, colectivamente hemos optado por cegarnos con unos coquetos lentes en forma de corazón. Y no importa qué tan rapaz y manipulador pueda ser nuestro sistema económico, nosotros nos sabemos huérfanos y preferimos seguir en el auto de Humbert Humbert rumbo a otro paradisiaco hotel que nos aleje de la realidad que, frente a un espejo, nos devolvería la visión de un cuerpo de doce años con la mancha del incesto y la perversión.

En nuestro viaje sin retorno ―porque aún no hemos analizado el final de Lolita― también escapamos, en la carretera, de la tragedia. Lolita desconocía la muerte de su madre y al saber de ella, tuvo que evadirla, ante la amenaza de convertirse en una presidiaria del sistema de educación al que la encadenaría el Estado. Así evadimos nosotros el dolor que nos aqueja, no queremos saber de Palestina, del Congo, de Siria, de Guerrero, de los feminicidios, del racismo, del terrorismo, de los desaparecidos.

Huimos de los rostros que desconocemos, porque al no pensarlos, al no reflexionarlos, al no nombrarlos será más fácil seguir conectando en nuestras neuronas la serie navideña que sobrepone al relámpago de la guerra, la proyección de una aldea llena de luz, esperanza y perdón.

 

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