«…saldrían del Tepozteco y volverían a pasearse por los grandes volcanes, por las viejas pirámides, y no les preocupaba que ya no tuvieran cultos como antes, porque, a su manera, de nuevo estarían vivos» (José Agustín, 2005, p. 115).
A José Agustín (el autor) lo conocí por su irreverencia, y su lenguaje desenfrenado que da vida a La Tumba (1964), la obra literaria que le valió el reconocimiento y la desaprobación de los intelectuales de la década de los setentas, aquella época sitiada entre la moral y los «chavos desmadrosos» que gustaban de los hongos, la marihuana y el rock and roll; no obstante, con La panza del Tepozteco he descubierto cuánto desconocía del universo ficticio del literato, que no se limita a describir la personalidad eufórica de los jóvenes en la modernidad, sino que, además, invoca un pasado prehispánico que, inconscientemente y a pesar de su constante negación, es parte de la mexicanidad.
De acuerdo con el Portal Oficial del Gobierno del Estado de Guerrero, el nombre completo del autor de La panza del Tepozteco (1992) es José Agustín Ramírez Gómez, quien nació en Guadalajara, Jalisco, un 19 de agosto de 1944 y que, más adelante, al descubrir sus dotes literarias e influido por sus «héroes literarios» entre los que destacan Sartre, Ionesco, Navokov, Buñuel, Scott Fitzgerald y Joyce, se convertiría en uno de los representantes de la Literatura de la Onda, al describir, con un lenguaje coloquial, «irreverente» y desenfrenado, el contexto de una juventud envuelta en los placeres de la música, las drogas y la liberación erótica.
En uno de sus artículos, Sonia Ávila del Excélsior (2016, 22 de agosto) lo describe, en su titular, como «el escritor de la chaviza», algo que a primera instancia no es sorprendente, en tanto que sus obras estuvieron repletas de esa euforia juvenil de los setentas que a él mismo lo hizo pisar, en una ocasión, las celdas del Lecumberri, «El Palacio Negro», cuando a sus 26 años fue detenido por posesión de drogas; no obstante, sus obras van más allá de la descripción de una generación que confrontó a la moralidad de la época, pues como lo deja presente en La panza del Tepozteco, sus personajes también desafían, al encontrarse con la divinidad prehispánica, la imposición de una identidad forjada a partir de la modernidad y el progreso material y económico de México, tan característicos de la era de los dinosaurios (priismo).
La panza del Tepozteco es una novela corta, estructurada en cuatro capítulos, en los cuales, un narrador extradiegético ―es decir, que no participa en las acciones de los personajes― relata, en tercera persona, el viaje de seis adolescentes citadinos de 13 años (Yanira, Indra, Érika, Tor, Alaín, Homero) y una niña de 10, la pequeña Selene, quienes, guiados por Pancho, se sumergen a las entrañas del Tepozteco, uno de los cerros que conforman la zona arqueológica de Tepoztlán.
Todo comienza cuando Alaín invita a sus amigos a pasar un fin de semana en su casa de Tepoztlán, donde experimentarán algunos cambios psicológicos, con uno de los tópicos literarios más importantes de esta obra: el axis mundi (eje del mundo), representado por el Cerro del Tepozteco, del cual conoceremos tanto su profundidad (panza), como su relación con las deidades.
Así, el viaje inicia en la ciudad, con los adolescentes tratando de abordar un autobús y enfrentándose al descontento de los adultos, que acostumbrados a su cotidianeidad, se sienten molestos con el ruido y la energía juveniles con las que se expresan los protagonistas de esta historia, rumbo a su encuentro con el Cerro del Tepozteco, el axis mundi que los volverá conscientes de los paralelismos entre su presente y el escabroso pasado que México ha dejado llenar de telarañas.
Este eje del mundo, que conecta lo terrenal con el inframundo y la divinidad, es descubierto por Pancho, un adolescente indígena que, al puro estilo del oráculo griego, regresará ―en forma cíclica, como la historia― a su destino, al encontrar «por casualidad» las fauces del Tepozteco, por las que, más tarde, guía a sus amigos citadinos hasta el mundo sagrado de los dioses prehispánicos, que, hasta el momento, eran desconocidos para ellos, pues la modernidad los obliga a permanecer en el olvido.
Este encuentro entre ambos mundos, que desatará la furia de algunos y la empatía de otros es relatado en orden cronológico, con algunas analepsis y con un tinte de ironía que hace visible una inversión de valores con conceptos occidentales como civilización y barbarie, que normalmente relacionamos con lo urbano y lo rural, respectivamente.
Una de las inversiones con las que juega José Agustín es la que se observa en Pancho, el guía, quien, a diferencia de Virgilio en la Divina Comedia, experimentará cambios durante su descenso al centro del Tepozteco, al reencontrarse, gradualmente, con las divinidades prehispánicas.
Asimismo, los nombres de los personajes que expresan un equilibrio entre las diversas culturas que conforman el globo terráqueo (Homero/griego e Indra/hindú, para ejemplificar), se vuelven indicios de esta inversión: Si en la época de la Conquista se forjó el imaginario de que la barbarie era una característica básica de las culturas prehispánicas; en La panza del Tepozteco se alterna este significado, pues cuando los adolescentes planean su viaje, Tor «El Bárbaro» (pp. 27-28) deja volar su imaginación e influenciado por toda la cinematografía hollywoodense, se lamenta por no haber llevado el rifle de su padre, por lo que, los demás, lo comparan con Rambo, una de las figuras bélicas más conocidas, que no deja de ser un referente de la destrucción y que, en este libro, en particular, es parte esencial de la modernidad.
Sin embargo, la crítica planteada en esta obra no es segregacionista y no trata de convencer al lector de lo «malinchista» que es mirar siempre al extranjero, pues, al encuentro con las deidades, ambos mundos se vuelven conscientes del paralelismo que los une: en la cultura azteca también había una representación sacra y divina de la guerra.
Otro indicio de esta alteración de valores es cuando los viajantes escuchan hablar de las brujas y Selene, la más pequeña del grupo, muestra su interés, por lo que Coral, la madre de Alaín, le explica que esas brujas no son como las de los cuentos de hadas, donde se les describe como malvadas y feas; por el contrario en la cosmovisión indígena son mujeres buenas, dedicadas a la sanación. Esta contraposición, al igual que la de Tor, altera los significados de civilización y barbarie y, por un momento ficticio, la barbarie será una particularidad de una modernidad que ignora partes imprescindibles de la historia mexicana.
Aunque todo lo que se ha pensado y propuesto respecto a la identidad del mexicano parecen temas de difícil comprensión, José Agustín logra conjugar con un lenguaje sencillo y acorde con las generaciones jóvenes de la época, una crítica que apela a la recuperación de la conciencia histórica y la comprensión de la sacralidad prehispánica, en función de un equilibrio cultural. Por lo que no se requiere un amplio conocimiento antropológico para comprender el libro, pero sí es una invitación a reflexionar nuestro desconocimiento sobre esta ciencia y esa armonía en un país multi e intercultural que no se ha logrado.
Armonía que, con seguridad, rompería el imaginario que coloca a lo indígena dentro de la melancolía mexicana y que, al mismo tiempo, llamaría la atención a la modernidad que se vuelve destructiva cuando olvida.
Por eso, los personajes, con todos sus vicios, conocimientos y aprendizajes adquiridos en la época actual, tienen personalidades similares a los dioses nahuas y, paralelamente, existen como referencias de culturas ajenas a América, culturas que se han considerado clásicas por su grandeza y que, durante mucho tiempo, han opacado a las prehispánicas, a pesar de su gran parecido.
La prueba que más me gustó respecto a esta cuestión es la de Homero, quien, desde su nombre, invoca a uno de los grandes poetas de la cultura griega, pues a través de un caligrama con forma de luna, se genera una relación entre el pasado nahua, con el dios Xiutecutli, forjador del fuego y del mundo; el pasado griego, con Homero, autor de la Iliada y la Odisea, forjador de mundos a través de la palabra, y la modernidad con Homero, el adolescente de 13 años, quien muestra una gran fascinación por la escritura y la ficción.
De esa manera, la historia se concibe en La panza del Tepozteco como una constante cíclica interconectada a través de la creación artística y de la memoria que nosotros mismos forjamos al viajar a través de muchos mundos, ya sea en la temporalidad «real» o por medio del espacio ficticio que ofrecen los libros.
En ese sentido, el renacimiento de un pasado, no implica forzosamente la renovación de las tradiciones y costumbres de la época, sino su conocimiento, su comprensión y su lectura en cada una de nuestras actitudes «modernas».
Por Mimí Kitamura
Referencias bibliográficas:
- Agustín, J. (2005). La panza del Tepozteco. (24 reimpresión). México: Alfaguara.
- Ávila, S. (2016, 22 de agosto). José Agustín, el escritor de la chaviza. Excelsior. Recuperado el 5 de abril de 2017 de http://www.excelsior.com.mx/expresiones/2016/08/22/1112390.
- José Agustín Ramírez Gómez. Portal Oficial del Gobierno del Estado de Guerrero. Recuperado el 4 de abril de 2017 de http://guerrero.gob.mx/articulos/jose-agustin-ramirez-gomez/.