Al resguardo de la ley
Al resguardo de la ley

La plaza del Ajolote

La nueva era del Santo Oficio.

Cuando en la mañana del 10 de junio de 1820 un grupo de militares, comandados por el capitán Pedro Llop, atravesó la Plaza de la Constitución y se plantó frente a la Plaza de Santo Domingo, exigiendo abrieran las puertas de la sede de la Inquisición en la Nueva España, creímos habían terminado siglos de tormento y acusaciones oscuras, todas ellas emanadas y castigadas por la cruz y la espada. Pensamos entonces que las carrozas verdes con cirios del mismo color desaparecerían y, con ellas, el miedo al castigo del Santo Oficio quedaba erradicado.

Sin embargo, a casi dos siglos de eliminada la Inquisición, aún nos sorprenden —y más nos asustan— las prácticas realizadas por las dependencias de seguridad capitalinas, para castigar y atemorizar a la «delincuencia», desde los clásicos «tehuacanazos» hasta las amenazas de violaciones sexuales. El terror por las carrozas verdes sorteando las calles empedradas del México Novohispano se convirtió en incertidumbre al ver a las «Julias», llenas de vestimentas azules, buscando testigos inventados y delincuentes menores para engrosar las listas de los informes judiciales.

Se dice que se terminaron los tiempos de la Inquisición y los judiciales, pero existen miles de víctimas ─solo en la capital─ que fueron testigos de primera línea de las atrocidades de una clase empoderada de rabia e impunidad,  un séquito de ciudadanos con un tercio de poder en sus manos, que siguen impartiendo la ley a conveniencia, incriminando y violando derechos humanos básicos.

Para muestra, las últimas recomendaciones de la CDHDF, cinco artículos dirigidos a las autoridades para erradicar la tortura como prácticas para obtener información, inculpaciones obligadas, amenazas, violaciones sexuales y castigos a los reos; cinco recomendaciones que resumen una historia institucional plagada de malas praxis, de autoritarismo; cinco documentos que reflejan la diferencia entre tener y no poder.

Los jóvenes: los más intimidados e criminalizados, por  vestir diferente, actuar prepotente y deseosos de acabarse el mundo en dos bocados, han sido perseguidos y estigmatizados por toda una sociedad que ha olvidado su juventud. Ahora, los perseguidos no son los herejes, los blasfemadores o quienes cuestionan a dios, en esta ciudad «progresista», los soñadores son quienes corren delante de una patrulla con el número tal (qué importa el número, si lo perseguidores son los mismos). Desaparecidos por semanas, meses, años, toda una vida. Si no (ojala pudiéramos) pregúntenle a Marco Antonio o a los 43 normalistas, a las miles de mujeres desaparecidas y asesinadas,  o a los estudiantes muertos.

En pleno 2018, ya no veo rostros asustados por las calles de la Nueva España, cuidadosos de sus palabras, de sus amigos y familiares, recelosos de sus pensares; ya (casi) no existen sacerdotes de Tláloc, Tezcatlipoca y Huitzilopochtli amenazados por la cruz y la espada. En estos tiempos de transición, vemos estudiantes, defensores de derechos humanos, activistas, en fin, un pueblo solidarizado y hasta la madre, escapando de la ley, de quienes juraron protegernos: pueblo uniformado y armado, que ha olvidado (muchos de ellos) que somos lo mismo, que peleamos del mismo lado, que nos roban igual, nos malgobiernan igual; pueblo al final de cuentas, con un poco de poder.

Tal vez aquella mañana novohispana, al grito de ¡No salen, Bala con ellos! se terminó una etapa oscura de la historia mexicana. Quizá cuando las puertas del Palacio de la Inquisición dejaron entrar la luz, después de siglos de oscuridad, se apagaron las llamas verdes del Santo Oficio, pero inició una guerra entre iguales, en donde el poder define tu status, aunque seamos lo mismo, ganemos lo mismo, comamos lo mismo y nos quejemos de los de siempre. Tal vez mientras corro de la ley, alguien más alcance la libertad.

Por Ernesto Jiménez

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