La Plaza del Ajolote
A veces solo hace falta una mirada, un roce de cuerpos o un enemigo en común, para que dos aparentes ajenos rompan la desconfianza del contacto involuntario y comiencen una serie de confesiones dignas de ese monstruo subterráneo que atraviesa la ciudad.
La tarde ya comenzaba a hacerse vieja, la luz era mortuoria y aunque afuera se presumía un aire consolador, los cuerpos apretujados nos entregaron un calor que no queríamos: comenzaron los empujones y las mentadas de madre, los «pendejos» y los «chingada madre», hasta que dos amigos (aún no conocidos) encontraron sus miradas:
JUDAS. —Pinche gente, ¿no?, no quieren moverse y todavía se emputan.
TOMÁS. — ¿Qué le hacemos? Yo vengo desde Vallejo —primera confesión—, ya llevo dos horas y en todos lados está igual.
JUDAS. —Lo bueno que yo ya casi bajo. ¿Cuál es esta, ya es Guelatao?
Los tatuajes en el cuello, manos y brazos de este último, sugerían una vida de excesos, de experiencias y posibles actos ilegales; el otro, en cambio, era más uno de esos mexiquenses que a diario recorren cerca de 50 kilómetros para llegar a su trabajo.
TOMÁS. —El otro día, un güey, trajeado y toda la cosa empezó a aventarse y a querer ganar un lugar.
JUDAS. —Chale, ya ni uno que… mírame ―dijo el de los tatuajes―. No sé qué tanta pinche prisa tienen. De quien menos te imaginas, luego ya te la anda haciendo de pedo. Es que no entienden, no saben lo que es estar acá, de este lado.
TOMÁS. —Yo vengo desde Vallejo, te digo, voy a comprar mercancía hasta allá, mira ―señaló una bolsa negra a sus pies (segunda confesión) — y luego ya tengo que moverme a venderla. Ando para todo en metro, pero ya ahorita vamos a la casa a ver a los chavos.
JUDAS. —Eso es lo bueno, para qué pelear si tienes a alguien que te espera, pero tú ni hagas caso que allá arriba (Dios) se encargará. Si vamos a caber allá con él, que no quepamos acá.
Las confesiones y las acusaciones siguieron; según ellos, la mala educación de «los chavos» no les permitía darse cuenta de lo que ellos (las generaciones pasadas) sufrieron:
JUDAS. —Para ellos es más fácil, yo me partía la madre con mi jefecito, que en paz descanse —tercera confesión—, namás que de repente uno se descarrila y, pues, ni pedo. Yo caí hasta el norte (reclusorio) —cuarta confesión—. Se me hizo fácil, me hacía falta la papa y dije «chingue su madre». Por eso es bueno ver a los morros, que vean qué pedo, que no es tan fácil, que agradezcan.
TOMÁS. —Yo tengo dos —sexta confesión—, nada más que ya están grandes, luego les vale madre, creen que ya saben todo y quieren comerse el mundo. Como ya ganan su dinero, creen que ya la armaron.
JUDAS. —Por eso hay que saber aprovechar lo que se tiene, yo apenas perdí a mi jefe y los últimos años no lo vi por andar encerrado —séptima confesión—. Por eso ya quiero jalar derecho, ando todo jodido, pero por la derecha. No tiene mucho que salí —octava confesión—, de hecho, la próxima semana tengo que ir a firmar mis papeles, por eso no tengo nada, pero un compa me ofreció jale y pues ni modo de decir que no.
Deseosos por ser escuchados, ambos encontraron, en medio de una masa de cuerpos sudorosos, a su interlocutor predilecto, ese que no cuestiona tus historias, ni tus puntos de vista y que, tal vez, ni siquiera te escuche, ansioso por tomar su turno de hablar y desahogarse.
Aquella escena duró cinco estaciones (cerca de 30 minutos) y fue aderezada por una pareja de jóvenes, preparatorianos, quizá CCH-eros, que se devoraban a besos en el interior del vagón: las manos de ella se perdieron peligrosamente bajo el pantalón de él, buscando algo más que esa boca cansada de repetir los mismos movimientos y esas manos urgidas por encontrar nuevos tesoros.
Los besos caducaron cuando una voz (femenina) gritó: «¡Hey, chamacos!». Ambos rieron, se separaron solo un poco y continuaron con su danza precoital.
MAGDALENA. —Pinche escuincla loca —susurró una voz más femenina que la primera.
PEDRO. —Y luego por qué salen embarazadas —escupió una voz masculina, también en susurro.
Los jóvenes amantes, junto a Judas y Tomás, bajaron en Peñón Viejo, entre apretujones y aventones por conseguir superar el umbral de la puerta. Él detrás de ella, ella sonriente y caliente, quizá tanto como él.
JESÚS. — ¡Mi celular!, ¡mi celular!, me chingaron mi celular. ¡Puta madre!…
Sigo pensando que quizá fue él, el de los tatuajes, quien antes de bajar le sonrió a un tercer solitario, ―hasta ese momento ausente en la escena―. Sigo pensando que quizá ella se convierta en una de las tantas niñas embarazadas y él, en uno de los tantos niños que abandonarán la escuela por la ley del dinero.
Sigo pensando en los prejuicios que no noté, pero una enorme tristeza me embarga, no sé si por ellos o por mí, pues me dejaron solo…
Por: Yayauhqui
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