La plaza del ajolote.
La violencia detrás de una cortina
No sé desde cuándo la violencia está ahí, pero recuerdo un tiempo en el que no me tocaba, caminaba indiferente y ajena, lejos de mí, resguardada bajo el cobijo que los roles de género le otorgaron: silenciosa y ausente ante millones de ojos cerrados.
Debió existir —estoy seguro—, pero no puedo evitar el recuerdo de los momentos felices cuando no me afectaba, podía salir solo, jugar en la calle, viajar y regresar a casa sin el temor, mío o de mis padres, de saber si me encontraba bien. Pero algo cambió, en mí o en ellos, o en todos, y hoy nada de eso es posible.
Cambiamos los juegos por las marchas, por la búsqueda de los y las desaparecidas, e hicimos de la comunicación una herramienta emergente para hacerles saber a todos que estamos bien, vivos, sorteando la violencia y arriesgando la vida cada vez que volvemos solos a casa, a sabiendas que alguien sufre cuando el reloj avanza, porque alguno de nosotros no regresará, porque así es México, con todas sus costumbres, quieren implementarnos una más: normalizar la violencia.
Aunque las cifras —ridículas por cierto— del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública refieran que, durante el mes de septiembre, solo hubo 57 casos de acoso sexual en la Ciudad de México, 241 de abuso sexual y cero por hostigamiento sexual, sabemos que la violencia, y en especial la violencia contra ellas, está ahí, escondida entre los números «oficiales» y pérdida bajo decenas de expedientes sin revisar.
Tampoco sabría decir el momento exacto en que se hizo presente y comencé a reconocerla como una fuerza que actúa sin afectarme, aún distante aunque amenazante. Pero todavía ajena, perteneciente a un círculo que no compartimos, lejana y por lo mismo indiferente: sentimiento mutuo de dos fuerzas que se repelen.
Convivimos en la misma ciudad por años —aún no sé cuántos—compartimos asientos y destinos, pero ella estaba allá, detrás de las historias contadas a 11 puntos, en cerca de 4 mil caracteres. Hasta que las letras y las cifras oficiales se convirtieron, a noventa centímetros de mí, en el rostro de la violencia, encarnado en las palabras de una sobreviviente, entonces todo cambió.
La violencia nos tocó, inundó los pensamientos de los presentes con las historias ya conocidas, pero que a veces, vistas a la lejanía, parecen parte de otro mundo. Siete puñaladas recibidas por ser mujer, el nombre no importa, podría ser yo, tú, tus amigas, hermanas, madres, hijas o uno de los 37 mil desaparecidos en México, un país con más de 100 mil muertos, solo durante el último sexenio. Podríamos ser todas.
El dolor de las víctimas olvidadas por años entró en mí a través de la historia de una sobreviviente de feminicidio, siete puñaladas y continúa de pie, luchando por hacerse (ella misma) justicia y exigiendo se escuche a las familias de las víctimas, gritando se ponga fin a la violencia, en especial a la que tiene a ellas como blanco predilecto. ¡Nunca más!
Entonces desperté y la violencia estaba ahí, a mi alcance y en retrospectiva aparecieron frente a mí las imágenes que siempre se negaron, recuerdos de una vida lejana detrás de una cortina tenue, de esas que no ocultan lo que hay detrás pero revelan una imagen imprecisa. Tal vez fue el llanto, o el horror de los detalles, pero el cerrojo cayó y el eco provocado tremoló en una habitación pequeña, donde todas son víctimas de una herencia lamentable, histórica y compartida, en la que fluctuamos entre víctimas y victimarios.
Ahora camino sobre un México diferente, bajo el brazo no solo me acompaña el conocimiento de los números: sinónimo de muerte, también lo hacen el dolor, la desesperación y la impotencia de una sociedad que pide un alto a la impunidad, pero sobre todo un cese a la violencia. Veo entonces un largo camino y me alisto las zapatillas para emprender la marcha, la lucha, lo que sea necesario. Nunca más volveré a dormir.
Por: Xólotl
HOY NOVEDADES/LIBRE OPINIÓN