La plaza del ajolote
Disculpe, señor, ¿sabe qué hora es?

La plaza del ajolote

La hora de nuestra muerte

 

Una de las leyendas más aterradoras del México novohispano contenía una frase capaz de paralizar a cualquier habitante de la Nueva España: «Disculpe, señor, ¿sabe qué hora es? —tras responder que eran las 11 de la noche, continuaba el relato— Dichoso usted que sabe la hora de su muerte».

Esas palabras rigieron el temor de los habitantes que crecieron escuchando cómo la leyenda cobraba y cobraba vidas, todas ellas —se decía— en nombre del amor, pues Don Juan Manuel de Solórzano asesinaba —por órdenes del diablo— a todo aquel que pasaba en punto de las 11 de la noche por la ahora República de Uruguay, hasta encontrar al hombre con quien su esposa le había sido infiel.

Esa hora tenebrosa y fúnebre para los antiguos mexicanos se trasladó en 2018 a cada minuto de nuestro día a día. Difícil es (en estos tiempos) salir a la calle sin la extrema precaución de cuidar nuestras pertenencias; la cautela se incrementa cuando el sol se esconde y las sombras de la noche —quizá como en aquella calle de Don Juan Manuel— buscan algo más que el bien fácil, concebido a través del hurto y del miedo.

La reciente información entregada por el subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Encinas, puso en evidencia la inseguridad que se extiende ya en todo el territorio nacional: más de mil fosas clandestinas; más de 40 mil desaparecidos y más de 27 mil cuerpos sin identificar son el cimiento del temor que cada mexicano siente al salir de sus hogares.

Peor aún, Organizaciones No Gubernamentales han referido que para los grupos criminales es más fácil desaparecer y asesinar, que tener en cautiverio y prisión a presos políticos, activistas, defensores de la tierra, periodistas, mujeres, políticos y opositores, algo que contribuye (en gran medida) al incremento de los homicidios dolosos y las desapariciones forzadas en el país.

El acceso a armas de fuego propició el aumento en las ejecuciones, los asaltos pasaron a convertirse en exponenciales puntos de violencia, de intimidación y poder, donde el que posee un arma tiene la ventaja y una mirada de la víctima o un ápice de resistencia merecen un castigo —regularmente una bala—, las diferencias se resuelven ahora a tiros, los perseguidos son encajuelados y ejecutados, en el peor de los casos, torturados.

Los crímenes por amor (como decía la leyenda) se convirtieron en asesinatos de odio, de poder, de sumisión; símbolos de «autoridad» y prepotencia, un escalón para alcanzar algo que pretendemos es nuestro; reflejo de un país en el que la muerte no se persigue y apenas se condena: un país de sombras, asesinados y millones de muertos que esperan la hora indicada.

Basta recordar la declaración del feminicida de Giselle —niña violada y asesinada en el municipio de Chimalhuacán, Estado de México—, éste afirmó que le «dio miedo» que la menor lo denunciara por haberla violado, por lo cual decidió «oprimir su cuello hasta asfixiarla», para después tirar su cuerpo en Ixtapaluca.

En este México de fosas clandestinas y asesinados sin nombre, caminamos como en esa antigua ciudad, apenas iluminada por menguas antorchas, escapando de las sombras que nos persiguen, mirando más de una vez hacia atrás para alejar a los perseguidores; en este México de sangre e impunidad, todos sabemos la hora de nuestra muerte: podría ser hoy, mañana, justo ahora…

Por Xólotl

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