«La sabiduría de la vida consiste en aceptar,
porque a final de cuentas todo ―hasta lo doloroso― es un regalo»
Édgar Ernesto Liñán Ávila
Es difícil, muy difícil andar a oscuras y no ver ninguna salida. Sentir cómo la pesadez invade tu cuerpo sin necesariamente estar inmóvil; poder caminar como todos, pero hacerlo por inercia. Experimentar la mayor de las soledades, pese a estar rodeado de gente. Padecer ese dolor que carcome el alma y se refleja en tu cuerpo enclenque. Todos pueden andar en el fango, pero pocos lo prueban y son casi inexistentes quienes saben salir de él. Ese deporte extremo no es para cualquiera.
Perdido en el túnel sin salida, recorrer cada metro es insoportable, cada paso es una losa más a tu espalda que no se rompe, porque Dios es grande. Ese mismo ser que ahí te puso. Unos dicen que te prueba, otros dicen que «aprieta, pero no ahorca». Puedo jurar que sentí más de una vez cómo intentó estrangularme. Habiendo llegado a él, quisiera dedicarle unas líneas…
No es sencillo. Cuando era un mozalbete, lo veneré; de adolescente, lo negué, y de adulto ni una ni otra, sino todo lo contrario. Digamos que lo respeto. Creo en su existencia aunque ninguna de las idealizaciones teológicas que hay me convence del todo. No creo que haya mandado a su hijo a sufrir por nosotros, no creo que en algún momento bajará a cambiar el mundo, ni creo que viva entre las nubes. No sé si es hombre o si es mujer, si es andrógino o si es asexual. Solo me gusta pensar que anda por ahí, divirtiéndose con nuestras insignificantes vidas y acomodando el mundo como mejor le parece. No sé si es bipolar como lo asegura Cerati o frágil y temperamental como dice Dárgelos.
Cuando más densa se puso la situación, inevitablemente ―así lo veo ahora― recurrí a él. Porque cuando no había de dónde agarrarse, opté por intentar tratar de sostenerme de algo que hasta ese momento menospreciaba. El resultado fue inútil, o al menos así lo sentí. Porque cuando me arrebató ese par de ojos para siempre, lo cuestioné más que nunca, le reproché lo miserable y desgraciada que hacía mi vida. Ese año en el retrete, ese medio año en el infierno, en la más repugnante materia fecal me devoró en vida, la bajó de categoría. Por ese tiempo me dediqué a existir, no a vivir. Cuánta razón tenía Wilde cuando dijo que la vida es algo más que existir. Hay un abismo de diferencia entre ambas connotaciones.
No obstante, como Dios sí aprieta pero opta ―sadismo puro― por dejarte moribundo para alargar la agonía, me dio la chance de levantarme, tratar de curar las heridas y forjar el carácter. Ya no reniego de él como Nietzsche, ni lo alabo como hace dos décadas. Digamos que hicimos un pacto implícito, sobreentendido. Cómo no iba a hacerlo si puso en mi camino otro par de ojos que ahora me enseñan cómo y por dónde. Ese par de pupilas que me devolvieron el alma al cuerpo y, por ellas, principalmente, la llevamos en paz o eso me hace creer.
Ahora no le reprocho nada, pero tampoco le profeso fe. Parafraseando a Dylan, degradamos la fe al hablar de religión. Debemos creer en nosotros, no hay más. Entonces creeré en esos ojos que ahora me guían. Tal vez es una forma de creer en él. Porque cuando estoy cerca de ellos me siento cerquita de Dios.
Gustavo «El Displicente»
HOY NOVEDADES/LIBRE OPINIÓN