La plaza del ajolote.
La noche triste del PRI.
En el transcurso de la noche del 30 de junio de 1520, mientras una lluvia copiosa y delicada caía sobre las aguas de la cuenca del Anáhuac, una mujer reconoció al ejército español, comandado por Hernán Cortés, cuando intentaba huir de la gran Tenochtitlan: «¡Mexicanos ―gritó―, se van nuestros enemigos!». De inmediato, lanzas, dardos y piedras rompieron el flujo de las gotas que no pudieron ocultar el color de la sangre inundando las aguas salobres del lago de Texcoco.
Casi 500 años después, el pueblo mexicano se preparó y se unió para sacar del poder a quien ya no lo representaba, desde los tiempos del ahora viejo PRI, hasta la fallida alternancia de Vicente Fox, la sociedad permaneció ensoñando en los quehaceres que le vendrían bien a la nación: tímido y precavido permitió que los conquistadores se apoderaran de sus sueños y les robaran sus riquezas.
Antes de partir, Cortés mandó llamar a los escribanos del rey (Carlos V) y tras entregarles el oro correspondiente al quinto del monarca, dio orden a sus soldados para que cargaran con el oro que pudieran: ¡era suyo!, si lo podían sacar del territorio mexica. Algo similar a lo que ocurre con el denominado «año de Hidalgo», donde la transición sexenal sirve para vaciar las arcas de la nación y, de paso, dejar un terreno infértil al próximo mandatario.
En la madrugada del 30 de junio, pero ahora de 2018, los mexicanos sintieron, pienso, la misma amenaza que envolvió al pueblo nahua: sabían que el enemigo estaba en casa, pero no podían largarlo, los bandidos de la democracia tenían secuestradas las armas nacionales como los conquistadores tomaron cautivo a Moctezuma II. Entonces, desde las entrañas del sentir común, y sin gobernantes que los organizaran, decidieron enfrentar al enemigo.
Apenas amaneció el 1 de julio, las calles de México fueron recorridas por pisadas cansadas y defraudadas, pero ansiosas de un cambio; millones de connacionales decidieron ejercer su derecho a la democracia y castigaron a quienes por décadas lastimaron al país. La noche triste para los enemigos de la nación llegó ese mismo día.
Ya había pasado el crepúsculo cuando los televisores enfocaron a un derrotado, pero humilde, José Antonio Meade, quien admitió la negativa en los resultados a su favor y se despidió de una batalla que nunca pudo ganar. Más tarde, los otros dos aspirantes reconocieron la derrota, no sin antes cuestionar, no a la democracia, pero sí el cómo se lleva a cabo en este desdibujado México.
Al igual que los presidenciables, el ejército español admitió su derrota: humillados y heridos, atravesaron las acequias que controlaban las entradas a Tenochtitlan, se reubicaron en Tacuba y Azcapotzalco, y días después enfrentaron una de las batallas más épicas de la Conquista. Mexicas y españoles, acompañados de tlaxcaltecas, se enfrentaron en Otumba; los conquistadores habían perdido la batalla, pero los horrores venideros fueron fulminantes.
Bien se sabe que la alternancia en México sirvió para poco, las cúpulas del poder se tambalearon un poco antes de reestablecerse, con nuevos nombres o mejores contratos, pero bajo el mismo lema, algo que consumió la paciencia de un pueblo dormido por siglos, con destellos de luz que aparentaban despertarlo. El ahora (virtual) presidente se colocó en un solo discurso: combatir la corrupción, mientras sus contrincantes (los políticos), llenos de avaricia, se atascaron los bolsillos con dinero ajeno.
A diferencia de los españoles ―quienes prefirieron abandonar, cuentan las leyendas, grandes tesoros al salir de Tenochtitlan, para así salvar sus vidas―, la política mexicana pensó que seguía gobernando a un pueblo sumiso y adormilado: antes de abandonar el poder, quisieron cargar con cuanto pudieron, pero por donde quiera que andaban les escurría el oro robado y fueron señalados por toda una nación en aguardo de la esperanza.
Sin embargo, la noche triste fue el preámbulo para lo que más tarde sería la consumación de la Conquista. Los del Viejo Continente se agruparon, estudiaron a los nahuas y los derrotaron con sus propias armas; recluido en una ciudad sin agua, sin alimento, destruida desde dentro y asediada en la periferia, el imperio mexica cayó un año después, en el fatídico martes 13 de agosto de 1521.
Por ello, es inevitable pensar en el reagrupamiento de la clase política perdedora. Los grandes y viejos políticos fueron exhibidos y condenados; recluidos al casi imperceptible mundo de los plurinominales, sin embargo, continúan ahí, ambiciosos y al alcance del poder, alertas por si el mesías contra la corrupción los perdona, se equivoca o les abre los brazos.
Lo cierto es que el pueblo de México, tal como sucedió hace cinco siglos, decidió tomar el control sobre la guerra que vive, harto de los muertos a diario, quiere un nuevo renacer en manos de quien pretende pasar a la historia como uno de los mejores gobernantes; para ello, harán falta el despertar y la reconciliación de toda una nación que pretende volver a creer en la democracia, pero que no ha perdido el miedo a la derrota.
Por: Ernesto Jiménez
HOY NOVEDADES/LIBRE OPINIÓN