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El aficionado común sufre ante el cambio del deporte en negocio.

El pasado parece siempre ser mejor que el presente y, en este caso, el futbol no es la excepción.

La mañana informativa lucía tranquila hasta que una intempestiva ola de incredulidad se apoderó de la sala de redacción: una compañera acababa de leer la noticia de que el clásico entre América y Chivas correspondiente a la jornada 11 que debía jugarse en el Azteca se jugaría en Estados Unidos.

De inmediato la susodicha se dijo decepcionada y amenazó con no ver el partido como una forma de boicotear a los duelos del futbol que solo ven en el deporte un negocio, continuó quejándose amargamente y basureó el actual uniforme –no la culpo, está horrible–. A modo de broma le sugerimos escribirle una carta a Azcárraga Jean, lo que solo provocó más su malestar por burlarnos de su desgracia.

Este episodio fue en vano porque horas más tarde nos dimos cuenta de que el clásico anunciado para jugarse del otro lado del muro –¿así diremos en algunos años?– será un amistoso en una fecha FIFA. Una espantosa «X» para la incrédula quejumbrosa y minutos de carcajadas para los demás.

Esta equivocación me recordó que, como dice Valdano, «la pasión es poca cosa sin los excesos» y el enojo suscitado no era más que una prueba de pasión. La fiel americanista no asimilaba cómo les podían hacer eso a los aficionados que se esfuerzan para comprar un boleto e ir al estadio o comprar la playera cada año.

Y es que los aficionados nos hemos vuelto el equivalente a los votantes en la política. Somos usados por los poderosos, quienes se valen de nuestra fe para obtener lo que quieren: dinero y votos.

Pero el futbol lleva en la raíz la penitencia. La facilidad con la cual puede practicarse lo hace tan popular que esto, a su vez, lo vuelve el platillo comercial idóneo. El deporte se ha vuelto el gancho perfecto que lucra con nuestros sentimientos y sentido de pertenencia.

Irremediablemente pienso en mi papá –futbolero empedernido– quien cada que puede me cuenta cómo en sus tiempos los jugadores «sentían los colores», se «partían la madre por el equipo» y «les dolían las derrotas»; se queja cuando un equipo saca un uniforme con un color que no lo representa, por ejemplo, cuando el América ha sacado playeras verdes; trato de explicarle que es mercadotecnia pura y que el futbol es un negocio pero es inútil, su pasión y romanticismo lo ciegan y no entiende razones. No lo culpo.

Mi viejo me presume –sin querer– que a él le tocó ver cómo los equipos formaban dinastías, es decir, jugadores que pasaban en un mismo club muchos años, que antes era difícil que vistieran tantas playeras en tan poco tiempo como sucede ahora. Hoy se habla más de la fidelidad que un jugador le puede tener a una marca deportiva que al club en el que juega.

Por eso jugadores como Totti y Maldini podrían considerarse actualmente como seres subnormales. Ambos vistieron solo una camiseta durante toda su trayectoria: Francesco jugó 25 años con la Roma y Paolo 23 con el Milan. El día que estos dos se retiraron fueron muchas las emociones que experimentaron los aficionados giallorossi y rossoneri, brotaron las lágrimas como cuando los padres ven partir al hijo que se va a casar o se va a vivir a otra ciudad. Esto difícilmente lo volveremos a ver, hoy en día el mercado de transferencias, la comercialización y los representantes de los jugadores son un impedimento.

Ahora incluso los partidos de supercopa (que enfrentan al campeón de liga con el de copa) ya se están empezando a jugar en otros países, por ejemplo, este año la de España se jugará en Marruecos, la de Italia en Arabia Saudita y la de Francia en China.

Sobra decir que este tipo de situaciones no se las merecen aficionados, como mi despistada compañera o mi melancólico padre que dedican 90 minutos de su tiempo cada fin de semana para ver el juego de su equipo. Esos que padecen y gozan con las andanzas de su escuadra y que de vez en cuando se permiten derramar bilis por el fraude que se escribe con «f» de futbol.

 

Por: Gustavo «El Displicente»

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