Debe existir una línea que separe la información del anhelo de popularidad, visibilidad, poder y dinero; una frontera que no debe rebasarse en beneficio de lo anterior, pero, sobre todo, que se respete por ética, compromiso, solidaridad y luto ante el mar de sangre en el que México se ha convertido.
De más está escribir el nombre del caso al que nos referimos, si a diario son asesinadas más de 10 mujeres; si cada día 100 mexicanos pierden la vida, producto de la ingobernabilidad que azota a puntos específicos del país y que varios presidentes han prometido, sin lograrlo, ponerles punto final.
En este panorama desolador, a los medios nos toca informar —siempre será así—, dar paso a la investigación y al análisis de la época nacional en la que nos tocó convivir: las imágenes que corren por las redacciones suelen ser (en ocasiones) desgarradoras e inhumanas y ahí deben quedarse, como herramienta para entender a una nación herida y sangrante.
Sin embargo, existen otros personajes en escena, funcionarios, curiosos y servidores públicos que no han entendido la magnitud de lo compartido, el daño que causan, no solo a familiares y amigos de las víctimas, también a una sociedad que sigue sin entender, ni descifrar el camino a la no violencia.
El mensaje (fotos o videos) continúa pasando de mano en mano, construyendo una cadena que, cada vez con mayor frecuencia, encuentra a un nuevo protagonista, alguien que descifra de manera errónea la información —o tal vez no—, pues cree que la impunidad jugará de su lado, que las autoridades no lo atraparán, que en México todo se puede.
Regular la difusión de contenido altamente explícito no es una cuestión puramente legal, la ética y la mesura también entran en juego; la empatía casi nunca se hace presente, ya no hablar del compromiso por hacer que México deje de ser ese país teñido de rojo.
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