La plaza del ajolote
Otra vez, estamos solos
«¡Señor, cúrame para que pueda verte!», exige un ciego ante la presencia de Cristo, quien cumple su urgencia ante el clamor de los presentes; unos pasos más adelante el pueblo grita: ―¡Él resucitará a tu hija! —¡Si eres Tú, resucítala! —exclama una madre llorosa. Jesús entonces pronuncia una vez más: «Levántate y anda».
En El gran inquisidor de Dostoyevski se nos presenta el regreso (aunque no como se esperaba) del hijo de Dios, en medio de una herejía que ha dejado al descubierto las dudas de la humanidad ante la existencia del creador, pero que los creyentes se niegan a olvidar, por eso ruegan, invocan y logran el descenso de Cristo —aunque sea unos instantes— para devolver, con milagros, la fe a quienes dicen haberla perdido.
Como en el relato de Dostoyevski, la urgencia de un milagro en el México de la Cuarta Transformación sigue pregonándose en cada una de las esferas de la sociedad mexicana. Se piensa que un solo hombre podrá convencer a una nación de olvidar casi 500 años de opresión, este a su vez, cree que el pueblo (todo) terminará por comulgar con él; sus opositores en cambio buscan —a veces ridículamente— el golpe certero que sepulte la consumación de la democracia. Parecemos anhelar ese México donde no pasaba nada.
Si algo dejó la embestida contra el robo de hidrocarburos en el país, fue la necesidad de posicionarnos en el México que se intentó ocultar por años, este territorio con problemas mayúsculos y muchas veces invisibles ante ciertos sectores de la población. Desde el desabasto de combustible, hasta la tragedia que culminó con decenas de muertos en un municipio hidalguense, pudiendo ser este escenario cualquier otro del territorio mexicano.
—¡Apresadlo! ―ordena el inquisidor― ¿Por qué has venido a molestarnos? ―le cuestiona el gran inquisidor a Jesús― Tú que no quisiste privar al hombre de su libertad (…) hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse.
Las largas filas de automóviles y bidones en gasolineras del Valle de México evidenciaron la mala planeación del gobierno federal para iniciar el combate contra el huachicol, pero también ayudaron a la población (alguna parte) a realizar autocríticas ante las urgencias primarias y los menesteres del país. Desbordados de combustible, miles de mexicanos salieron de las estaciones de servicio con la satisfacción de un tanque lleno y de haber sobrevivido —por uno o dos días— al desabasto de combustible.
Lo que comenzó como una crisis colectiva, se transformó en una realidad, ante el aumento en la demanda, la oferta (legal) fue insuficiente. Miles de litros de gasolina se vendieron 50% por arriba de su valor original, los hogares se convirtieron en almacenes improvisados y sumamente peligrosos de combustible. Nadie quería sufrir el desabasto, costara lo que costara. Entonces ocurrió la tragedia —una consumación lógica ante la falta de pericia—. Arremolinados ante una toma clandestina, cientos de mexicanos perecieron por el fuego.
Las críticas sobrepasaron a la tragedia, los buenos y los malos tomaron postura, se repartieron culpabilidades y se hostigó a la clase gobernante con demandas de solidaridad y apoyo a las víctimas; una vez más, la sociedad quedó impune, falta de autocrítica, apenas cuestionada, exigiendo como aquel ciego que Cristo le curase, como si el dolor y la tristeza debieran ser ajenas y curadas a punta de milagros, una vez más despreciaron su libertad.
Pero esta (la libertad) no dura, la humanidad se ha resistido a servir a un solo amo, deambula entre los deseos de libertad y las urgencias de protección, transitan entonces entre las consecuencias y la culpabilidad. Tras desistir de quemar a Cristo en la hoguera, el gran inquisidor deja libre a su cautivo. —¡Vete y no vuelvas nunca, nunca! Él se aleja. Otra vez, estamos solos.
Por. Ernesto Jiménez
HOY NOVEDADES/LIBRE OPINIÓN