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Los innombrables

La plaza del ajolote.
Los innombrables

La plaza del ajolote.

Cuando los nombres son innecesarios.

Cuenta la leyenda que, en el México postrevolucionario, surgió una institución deseosa de poner orden a los estragos que dejó una batalla más por el poder de las tierras mexicanas; se dice también que, en sus manos, la nación comenzó a trazar un rumbo fijo, una meta que sería alcanzable algún día; una meta  —pensaban otros— que representaba los sueños del presidente en turno, entre disputas institucionales de los sobrevivientes a la batalla del siglo XX por el gobierno nacional y una larga lista de historias de poder y riqueza, sobre un escenario desolado, ambientado en un país triste y decorado con millones de mexicanos pobres.

Desde sus inicios representó los intereses de aquellos que salieron victoriosos de la Revolución Mexicana y consolidó las bases del poder institucional. Durante la segunda y parte de la tercera década del siglo XX, la política mexicana quedó silenciada ante una sola postura, un discurso hegemónico proveniente de los dueños del quehacer nacional.

Tras los primeros años del oscurantismo partidista, una ventana en el edificio del institucionalismo intentó salpicar de luz los muros derruidos y manchados de sangre revolucionaria, pero los sexenios se acaban y con ellos los nuevos nombres aparecieron, aunque ya no eran hijos de la Revolución, endulzaron los oídos de todo el pueblo con la promesa de llevar al país por el camino de la modernización —seguimos esperando—.

Ante la falta de resultados, aparecieron las críticas, los estragos de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría incentivaron, en el mundo entero y —por qué no— en el pueblo mexicano, un deseo de cambio, de ser escuchados por sus gobernantes, a quienes criticaron, señalaron y culparon —con justa razón—, de sus males. Entonces, para apaciguar la osadía de retar al poder, crecieron las represiones, los arrestos políticos y la fuerza pública para silenciar a los inconformes.

Desde las represiones a los mineros de Nueva Rosita (1951), al Movimiento Ferrocarrilero (1958), al Movimiento Cívico de Guerrero (1960-1962), al Movimiento de Médicos (1965), los Movimientos Estudiantiles en Michoacán (1963-1966), Sonora (1967), Tlatelolco (1968) y el Halconazo en 1971, hasta las desapariciones de normalistas, fraudes electorales, asesinatos sospechosos de candidatos y periodistas «incómodos», la historia mexicana quedó marcada por una especie —algunos dicen reptiliana— insatisfecha de poder.

En respuesta al férreo lector de la Biblia y La silla del águila —pero la de Krauze, no la de Fuentes—, le recordamos que no nos son importantes los nombres para reconocer a los responsables de la represión en Atenco, los culpables y principales impulsores del Fobaproa; tampoco nos son indispensables para identificar a quien no defendió al peso como un perro, ni aquel que fue expulsado a pedradas de Ciudad Universitaria; mucho menos a los orquestadores del 2 de octubre.

En épocas más recientes, los escenarios cambiaron, los rostros y los nombres igual, pero persistió una línea institucional difícil de saltar, en la que todos se cuadran y los favores se heredan, Tlatlaya, Ayotzinapa, Odebrecht, Casa Blanca, Veracruz, Chihuahua, Quintana Roo, Edomex, entre una larga lista indecible, son ahora sus estigmas, esos que los alejaron del poder y les dejó una pestilencia notable, a veces (depende su sentido del olfato) perceptible a kilómetros.

Por eso cuando sugieren cambiar de nombre y esencia, pensamos que no será suficiente, ni necesario, pues los conocemos bien, los recordamos mejor; en cuanto a la esencia, quizá se refieran a un perfume nuevo o un cambio de ropa que oculte las marcas de la tradición, un nuevo olor que seduzca a los ahora dueños del poder. Quizá todavía les espere un lugar en la política nacional.

Aunque quieran esconderse bajo nuevos nombres y rostros relucientes de pureza, sabremos que son ellos, cuando decir su nombre se convierta en pecado, aún nos quedarán los recuerdos de décadas de represión, imágenes y momentos memorables para saber que fueron ellos, por más de 70 años, quienes pretendieron ser dueños de la nación, repartida a conveniencia y saqueada a indiscreción.

Como ven, los nombres nos son innecesarios para señalar y criticar los malos años de sus gobiernos; aun cuando intenten camuflarse con colores nuevos, sabremos que están ahí, hambrientos de poder, hediendo a culpabilidad institucional por demorar la democracia mexicana —para bien o para mal—.

Por Ernesto Jiménez

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