La ley de la oferta y la demanda es la que rige los mercados en todo el mundo. Y en estos tiempos de consumismo enfermizo, sistemas neoliberales, tecnologías y aplicaciones para todo, fue cuestión de tiempo para que desde un celular pudiéramos pedir un taxi que pasara por ti y te llevara a donde quisieras. Así surgió Uber en el año 2008 en París y, casi una década después, más de 600 ciudades cuentan con este servicio. Cabe señalar que en nuestro país esta empresa comenzó a operar en el 2013.
Durante su auge, Uber monopolizó el mercado de taxis. Los sitios comenzaron a ser cosa del pasado, ¿para qué salir a buscar una unidad si la puedes pedir a domicilio o donde sea que te encuentres? Fue tanto el éxito que por obvias razones comenzaron a surgir otras alternativas: Easy taxi, con cinco años de vida y presencia en 170 ciudades; Cabify, igual con un lustro de existencia y operando en casi 50 urbes. Ante esta situación, y como era de esperarse, los taxistas «comunes» vieron afectados seriamente sus ingresos, lo que derivó en una lucha interminable contra las nuevas opciones.
Delimitemos. Teniendo en cuenta que en la CDMX hay un número excesivo de taxis «comunes», hay alrededor de 130 mil unidades registradas –más las piratas, que son bastantes–. Se considera exagerada la cifra si tomamos en cuenta que la población mayor de 15 años de la capital es de aproximadamente 7 millones. Si Pitágoras no miente, es un taxis por cada 50 chilangos, sin contar los que suman Uber, Easy y Cabify.
La inconformidad de los taxis comunes es que las nuevas opciones no se encuentran sometidas a las leyes que ellos si cumplen. Un ejemplo son las placas –con valor aproximado de 70 mil pesos– que se necesitan para ejercer como taxi, las cuales las unidades de Uber no necesitan.
Si bien el gobierno de la CDMX recibe recursos de Uber y Cabify por operación, éstos no se han transparentado. Desde julio del 2015, se reguló el servicio de este tipo de aplicaciones, por ejemplo, cada viaje de Uber tributa el 1.5 por ciento de la tarifa para el Fondo para la Movilidad, el taxi y el peatón; sin embargo, no se ha especificado a dónde va a parar exactamente este recurso.
La razón es sencilla: este dinero se va directo, y sin escalas, a un fideicomiso privado, puesto que no forma parte de las finanzas públicas. De esta forma las autoridades capitalinas no están obligadas legalmente a transparentar las cifras totales y en qué se usan.
Así las cosas, el gobierno capitalino y la Secretaría de Movilidad (Semovi) está en la obligación de ponerse a chambear y tratar de regular de mejor forma y homologar, en la medida de lo posible, las múltiples opciones del servicio de taxis en la ciudad. Debe crear condiciones de competencia leal y transparentar para dónde va el cash.
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