El pasado mes de marzo, EPN igualó el número de muertos cifrados durante el sexenio de Felipe Calderón.
El horror aterriza, de nueva cuenta, sobre la juventud: hallan restos hemáticos de los tres jóvenes que habían sido levantados en marzo pasado, en Tonalá, Jalisco.
Cuando somos universitarios o nos encontramos en un proceso de formación equivalente, creemos que el mundo es como se ve desde la academia; pensamos que entender los problemas de nuestra sociedad en sus diversas variantes, lo es todo. Claro, nos encontramos ahí, en un salón de clases, recibiendo una formación profesional y ese simple hecho nos vuelve una minoría prolífica tan solo por haber tenido la oportunidad de acceder a ella.
Soñamos con hacerle entender a nuestros allegados y al mundo en general, cómo se deben hacer las cosas. Qué está bien y qué está mal. Nos posicionamos como los eruditos y los creativos. Creamos grupos de amigos con ideas afines y soñamos con hacer nuestros los medios.
De ahí que seamos los jóvenes quienes ponemos la agenda cada que algo motiva nuestro enojo, de la índole que sea. Por eso buscamos auxilio en las calles, externamos reclamos en edificios gubernamentales y emitimos gritos desesperados que invitan al otro a unirse a nuestra exigencia.
Es por este estado de no conformidad que el dolor que nos embarga cuando escuchamos, vemos y leemos sobre casos como el de los estudiantes de cine levantados en Tonalá: Javier Salomón Aceves Gastélum, de 25 años; Marco Francisco García Ávalos, de 20, y Jesús Daniel Díaz García, también de 20 años de edad, es indescriptible.
La frase «estuvieron en el lugar y hora incorrectos» es cada vez más común. El asesinato de estudiantes ha perseguido a la clase política en nuestro país y bajo ninguna circunstancia deberíamos perder la capacidad de asombro ante las circunstancias que motivaron lo sucedido y mucho menos con la forma.
Los planteamientos de los candidatos a la presidencia en el siguiente debate deberán ser distintos a los presentados el pasado domingo. A excepción de uno de los presidenciables, el resto vio con buenos ojos el que las mal llamadas fuerzas del orden continúen transitando por pueblos y ciudades de todo el país, sin embargo, deben entender que, sin importar lo que ellos piensen, somos los mexicanos a quienes compete decidir si es pertinente o no que el ejército y la marina, con un marco legal que seguir o sin él, estén en las calles.
Deberían dejar de plantearse si un candidato repele la inversión o no, ya que ésta también depende de la violencia existente en un país, y para muestra de ello, se tiene la devaluación del peso vivida en 1994. La inversión no significa progreso y mucho menos para las clases media y baja, que son quienes padecen, en gran medida, la violencia.
Tampoco es deseable la vía de pacificación impulsada por fanatismos religiosos, disfrazados como soluciones técnicas y estudiadas.
Todos los dichos en torno a ‘Seguridad y Justicia’ divagaron por la especulación y previsión, que no hacen más que dotar de predisposición e incertidumbre un tema tan delicado como lo es la violencia. Se suma el hecho de que las variables que esta temática tiene tampoco son tomadas en cuenta, se plantean soluciones sin sentarse a ver y analizar de fondo la médula que propicia que el país, desde 2006, se haya convertido en una fosa común sin fondo.
Tanto los candidatos como Peña Nieto, no han hecho más que plantear presentes mejorados a pesar de que, evidentemente, las cosas no han progresado en términos de política exterior, economía, mucho menos en seguridad y, por ende, tampoco en temas de educación.
Mientras el país ve morir a sus jóvenes, a aquellos que tienen la posibilidad de exigir y luchar por mejores condiciones de vida común, el presidente no se da tiempo para, siquiera, enviar condolencias a aquellos que son víctimas de su omisión.
En palabras del ya fallecido Abel Membrillo, «cuando José Saramago visitó la zona de la masacre de Acteal, en el suroeste mexicano, y le preguntaron: ‘¿Qué te dijeron los muertos?’. Él respondió: Que no los olviden». Y sí, lo que no debemos permitir como ciudadanía es que este tipo de hechos ―en los que la integridad y, más fuerte aún, la vida, son puestas en un vilo sin importar si su destino es la muerte―, sean olvidados.
Por: César J.G.
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