La justicia transicional es un proceso esencial en la reconstrucción de sociedades que han sufrido graves y sistemáticas violaciones a derechos humanos. Dentro de sus pilares fundamentales se encuentra la memoria, un derecho que reconoce la dignidad de las víctimas, exige responsabilidades al Estado y fomenta la reconstrucción del tejido social roto por las actuaciones contra la dignidad humana. Este derecho es una poderosa herramienta que permite a las sociedades enfrentarse a su pasado, honrar a quienes han sufrido y prevenir que la historia se repita. Sin embargo, en México, este derecho ha sido utilizado muchas veces como herramienta para monopolizar narrativas oficiales que lavan la cara a los perpetradores, dejando de lado las voces de quienes sufrieron las consecuencias más devastadoras de la violencia.
El derecho a la memoria pertenece, ante todo, a las víctimas de violaciones graves a sus derechos humanos. Es un reconocimiento de sus historias, de su dolor y de su lucha por la verdad. Cada memoria recuperada y compartida es un testimonio de resistencia frente a la opresión, una afirmación de que la vida y la dignidad prevalecen frente a la violencia. Además, obliga al Estado a garantizar que estas memorias no sean borradas, manipuladas o utilizadas para justificar actos de represión. La memoria también es clave para la no repetición: solo enfrentando el pasado podemos construir un futuro más justo.
Sin embargo, los ejemplos recientes y pasados muestran un patrón preocupante. El Monumento a los Soldados Caídos, inaugurado por Felipe Calderón en 2011 y el acto encabezado por el presidente López Obrador en 2021, en el que se mezcló a víctimas y perpetradores en un discurso de “reconciliación”, son prueba de cómo el Estado ha intentado controlar la narrativa histórica. Estas acciones no solo diluyen las responsabilidades de los perpetradores, sino que también invisibilizan las memorias y luchas de las víctimas.
El caso del monumento inaugurado por Calderón es emblemático. Bajo la bandera de “honrar a los caídos”, se elevó un espacio que equipara las pérdidas de las víctimas civiles con las de los militares responsables de esas masacres. Este tipo de iniciativas buscan proyectar una imagen de imparcialidad, pero terminan siendo una burla al dolor de quienes vivieron la represión violenta del Estado. ¿Cómo reconciliarse con un pasado que no se nombra, que no se enfrenta y que se oculta bajo términos como “sucesos alejados de la legalidad”?
El derecho a la memoria no es ni puede ser monopolio del Estado. Las comunidades, las organizaciones de la sociedad civil y las familias de las víctimas tienen un papel central en la construcción de narrativas que reflejen la verdad. En los movimientos por la justicia y la memoria, las madres, los padres y familiares de desaparecidos han demostrado cómo la resistencia y la búsqueda de sus seres queridos son también formas de reconstruir el tejido social. Estas iniciativas populares desafían la narrativa oficial y obligan a la sociedad a confrontar cómo su historia fue moldeada por la violencia y la impunidad.
Desde el inicio de la guerra sucia hasta el presente, los gobiernos mexicanos han intentado controlar el relato histórico. Los discursos oficiales suelen convertir las violaciones a los derechos humanos en “sucesos” o “situaciones alejadas de la legalidad”, como señaló el entonces Secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval (2021). Este lenguaje diluye las responsabilidades del Estado y de las Fuerzas Armadas, y busca crear un relato único que justifique sus acciones en nombre de la “seguridad” o el “orden”.
El Monumento a los Caídos, las palabras de López Obrador y hasta el discurso de Claudia Sheinbaum, que incluyen tanto a militares como a luchadores sociales bajo la misma órbita de “homenaje” representan el intento de igualar a víctimas y victimarios. Este enfoque no solo trivializa los crímenes cometidos por el Estado, sino que también perpetúa la impunidad al evitar una condena explícita a los responsables.
La memoria colectiva no puede construirse desde un discurso único. Necesita incluir la pluralidad de voces, especialmente las de quienes han sido históricamente silenciados. Para ello, es necesario que las víctimas, las organizaciones sociales y las comunidades impulsen iniciativas que desafíen la versión oficial y exijan justicia.
El “ni perdón ni olvido” – que resonó en Ciudad Juárez como respuesta al “perdón, sí, olvido, no” de López Obrador – es una muestra de cómo las víctimas rechazan las narrativas de reconciliación que niegan el reconocimiento pleno de sus derechos. Este grito es un llamado a toda la sociedad para recordar que la memoria es una herramienta de transformación social, que no puede ser utilizada como un medio para justificar el pasado, sino como un paso hacia un futuro más justo.
Todas, todos y todxs necesitamos asumir la memoria como un derecho inalienable de las víctimas y una responsabilidad colectiva. No podemos darnos el lujo de olvidar, pues el camino hacia la justicia solo puede construirse enfrentando la verdad sin filtros, asegurando que ningún gobierno monopolice las historias que pertenecen a toda la sociedad y sancionando eficazmente a los responsables de todos los niveles. Al final, la memoria es de quienes la vivieron, la resguardaron y la defienden para que nunca más se repita.
Derecho, décimo semestre
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