Por: Aketzali Ryu
A pesar del andar incesante de las manecillas, nos seguimos incorporando en la aridez del terreno, cual reflejos compuestos por la opacidad de la materia y la pesadumbre de una sombra que, ante la luz, se concibe incierta.
Si mis palabras rinden homenaje a la neblina, querido lector, no es por pura casualidad, sólo intentan ofrecer tributo a una de las cualidades que más definen nuestra condición de mexicanos: «la híbrida confusión».
Cuando los humanos con la etiqueta de españoles evangelizadores y conquistadores llegaron a tierras americanas, trajeron consigo uno de los árboles más fructíferos del género citrus: el naranjo, que rápidamente adaptó sus raíces a la fertilidad de las tierras y a los climas propicios para la agricultura de América. Por tal motivo, se convirtió en ícono literario del sincretismo cultural entre lo indígena y lo occidental, basta con hacer referencia a El Naranjo de Carlos Fuentes o a La mujer habitada de Gioconda Belli.
En La mujer habitada, la historia gira en torno a Lavinia, una mujer sumergida en dos luchas constantes; la primera, entre su cuna aristócrata y su desprecio por la diferencia e injusticia de las clases sociales; y la segunda, entre su moderna independencia femenina contra la valentía y el impulso que comienzan a palpitar en su sangre, cuando bebe el jugo de un naranjo plantado en su jardín, mismo que es la reencarnación consciente de Itzá.
Itzá, es una mujer guerrera indígena que, con arco y flechas, se enfrentó a los españoles cuando iniciaron la devastación y el genocidio de los pueblos prehispánicos. Y con cada uno de sus monólogos, nos recuerda el terror de la conquista española, que se equipara con el miedo de Lavinia cuando se ve inmiscuida en un movimiento de inconformidad contra una dictadura legalizada por la retórica de la democracia.
Lavinia e Itzá, que comparten su rebeldía ante la educación machista, son las representantes de un diálogo entre el pasado y la actualidad, conceptos que en el libro y fuera de la ficción, se vuelven parte del mismo suceso y hacen visible la continuidad histórica y la mecánica arrítmica de acontecimientos políticos,
Mecánica que es la impresión constante de una espiral que nos mantiene sometidos a la inconformidad, pues así como Lavinia e Itzá rompen con la ilusión de la temporalidad y se unen en el mismo diálogo contra la opresión, nosotros podríamos observarnos en el pasado, para darnos cuenta de que ya habíamos sido conquistados una vez por el primer mundo, la diferencia es que no fue el petróleo el detonante del genocidio americano, sino el oro y la fuerza de trabajo.
Ya habíamos sido despojados del valor, y muchas veces nos cegaron con estrategias publicitarias o políticas del miedo que vaciaron las calles con rumores sobre la violencia desatada.
Pero nuestra memoria se diluye en la desesperanza y en la retórica democrática que nos impone imágenes a la fuerza y con palabras; y nos volvemos inocentes, y la inocencia nos ampara bajo el espejismo de la libertad económica. Y esos sujetos, que ahora no montan a caballo, sino en aviones costos, y que han cambiado la armadura por corbatas carísimas, siguen llevándose al primer mundo el oro que abunda bajo nuestros pies, a cambio de esos artefactos que proyectan luz en nuestros rostros, porque aún no hemos entendido el significado del naranjo, seguimos mutilados y un cuerpo herido, incomprendido y desconocido, no es capaz de rebelarse, ni siquiera de entenderse como oprimido.
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